Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
-He dicho que voy.
-Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó
a la ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la
bota las ha esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto
y afortunadamente, Nastasia no las ha podido ver: estaba
demasiado lejos.»
Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y
releerlo varias veces para comprender lo que decía. Era una
citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba
que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en
la comisaría del distrito.
«¡Qué cosa más rara! -se dijo mientras se apoderaba de él una
dolorosa ansiedad-. No tengo nada que ver con la policía, y me
cita precisamente hoy. ¡Señor, que termine esto cuanto antes!»
Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a
reír. No se reía de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse
rápidamente.
«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
Y se dijo inmediatamente:
«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las
manchas.»
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con
un gesto de horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no
tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
«¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este
mundo: los hábitos, las apariencias..., todo, en fin.»
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
«¡Esto es superior a mis fuerzas!»
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