Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
-Pero ¿qué quiere de mí la policía?
-¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y
se dispuso a marcharse.
-Tienes cara de enfermo -dijo Nastasia, que no quitaba ojo a
Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la
sirvienta le dijo-: Tiene fiebre desde ayer.
Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin
abrirlo.
-Quédate acostado -dijo Nastasia, compadecida, al ver que
Raskolnikof se disponía a levantarse-. Si estás enfermo, no vayas.
No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
-¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano
derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había
dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que
interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente
con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.
-¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un
tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a
esconder debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la
doméstica una mirada retadora.
Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con
lucidez, se dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy
distinto al que se da a una persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
-Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha
sobrado.
-No, no quiero té -balbuceó-. Voy a ver qué quiere la policía.
Ahora mismo voy a presentarme.
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