Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
se le había olvidado nada. Ya se sentía torturado por la convicción
de que todo le abandonaba, desde la memoria a la más simple
facultad de razonar.
«¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban
todavía en el suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas
del primero que llegase.
-Pero ¿qué me pasa? -exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso
sus ropas estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía
verlas debido a la merma de sus facultades. De pronto se acordó
de que la bolsita estaba manchada también. «Hasta en mi bolsillo
debe de haber sangre, ya que estaba húmeda cuando me la
guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y vio que, en
efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio
salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón
no me ha abandonado completamente: no he perdido la memoria
ni la facultad de reflexionar, puesto que he caído en este detalle.
Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la
fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y
Raskolnikof descubrió, a través de un agujero del calzado, una
mancha acusadora en el calcetín. Se quitó la bota y comprobó
que, en efecto, era una mancha de sangre: toda la puntera del
calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué hacer? ¿Dónde tirar los
calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras
en las manos, se preguntaba:
«¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las
investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo
quemara aquí mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor