Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el papel estaba roto
y despegado a trechos de la pared. En una de las bolsas que el
papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo
arreglado» , se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto
estúpido la grieta del papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
-¡Señor! ¡Dios mío! -murmuró, desesperado-. ¿Qué he hecho?
¿Qué me ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan
las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había
pensado para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se
apoderaría de dinero, y esto explica que no tuviera preparado
ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he alegrado?-se preguntó-.
¿No es un disparate esconder así las cosas? No cabe duda de que
estoy perdiendo la razón.»
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra
vez recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre.
Maquinalmente se apoderó de su destrozado abrigo de estudiante,
que tenía al alcance de la mano, en una silla, y se cubrió con él.
Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco
minutos se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un
gesto de angustia sobre sus ropas.
«¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo
corredizo está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado
un detalle tan importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el
cordón, lo deshizo e introdujo las tiras de tela debajo de su
almohada, entre su ropa interior.
«Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas
a nadie. Por lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la
habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa,
empezó a mirar en todas direcciones para asegurarse de que no
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