Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío
glacial, pero esta sensación procedía de la fiebre que se había
apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que
en la habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo
horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un momento
escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de
asombro sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo
que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado
pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido
e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en
el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó
cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas.
¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque
seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus
ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el
derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo
por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las
examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los
desflecados bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas
cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se
acordó de que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior
había cogido del arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos.
Aún no había pensado en sacarlos para esconderlos; no se le
había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los
bolsillos sobre la mesa y luego los volvió del revés para
convencerse de que no había quedado nada en ellos. Acto seguido
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