Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
tal punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió
la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera
preguntado: «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto
el hacha con el gesto más natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof
pudo dejar el hacha debajo del banco, entre los leños,
exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en
la escalera. La puerta del departamento de la patrona estaba
cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido
en una especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si
alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikof, sin
duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su
cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no podía
captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
SEGUNDA PARTE
I
Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a
medias de su letargo y se percataba de que la noche estaba muy
avanzada, pero no pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó,
él seguía tendido de bruces en el diván, sin haber logrado sacudir
aquel sopor que se había adueñado de todo su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos
ensordecedores. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana
todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo
despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas -se dijo- Deben
de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
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