Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no
se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros
para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal -se decía- y me escondiese en la
escalera... No, sería una equivocación... ¿Debo tirar el hacha? ¿Y
si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco...!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una
callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente
que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir
sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes,
entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que
apenas podía andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su
semblante; su cuello estaba empapado.
-¡Vaya merluza, amigo! -le gritó una voz cuando desembocaba
en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más
turbado se sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la
atención le sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a
punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de
ánimo. Ya en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que
hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la
atención.
Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de
dejar el hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible
deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier
casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita
estaba cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el
portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikof había perdido hasta
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