Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le
daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber
cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que
atribuía al hambre su estado. Se sentó en un rincón oscuro y
sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso
con avidez.
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus
ideas parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades -se dijo, reconfortado-. No había
motivo para perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente.
Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el
espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta
nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba
contento como el hombre que se ha librado de pronto de una
carga espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las
personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser
presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era
algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de
los dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikof había
salido un grupo de cinco personas, entre ellas una muchacha.
Llevaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó en
calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un
individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su
apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella
de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de
barba gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De
vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos,
empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin
levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda
tonadilla, haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
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