Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no
mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer
o decir algo, aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
-Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto
de plata... Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto
me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
-Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
-Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está
nunca su hermana con usted? -preguntó en el tono más
indiferente que le fue posible, mientras pasaba al vestíbulo.
-¿A usted qué le importa?
-No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida...
Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al
bajar la escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas
emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
-¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que
yo...? No, todo ha sido una necedad, un absurdo -afirmó
resueltamente-. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan
atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante,
innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes pen...!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su
turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le
ahogaba cuando se dirig ía a casa de la vieja era ahora
sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia
que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a
nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en
otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una
taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el
subsuelo y conducía al establecimiento. De él salían en aquel
momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el
otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No
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