Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo
menos tres minutos frotando el mango, que había recibido
salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar
en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó
detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas
acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía
húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su
gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan
minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la
cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio
sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó
un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no
percibía manchas perfectamente visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un
pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco,
que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que
sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.
«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo.
Entonces sintió el terror más profundo que había sentido en toda
su vida. Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera dar
crédito a sus ojos: la puerta del piso, la que daba a la escalera,
aquella a la que había llamado hacía unos momentos, la puerta
por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había estado
durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La
vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino
precaución... Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro
del piso... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin
llamar, la puerta tenía que estar abierta? ¡No iba a haber entrado
filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
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