Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando
ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de
lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el
pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar
las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo
izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha
cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso
frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof
perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después
lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo
crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en
aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más
claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de
su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que
tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer
para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría
renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía,
sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación
de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría
vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones
interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros
pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A
veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en
los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una
mirada a la 6