próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro
modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo
que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las botas. ¿Qué té
parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos
meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada
de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las
había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y
medio. No son caras, ¿verdad?
Pero ¿y si no le vienen bien? preguntó Nastasia.
¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto?
replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de
Raskolnikof . He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería.
He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he
entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el
plastrón de moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la
gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, unos cincuenta
por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin
detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que
tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente
equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen use todavía, sino
que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en
Charmar!. En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás.
Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje
no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de
permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu
camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.
Déjame le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y
había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.
Es preciso, amigo Rodia insistió Rasumikhine . No pretendas que haya
gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te hagas
la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más
de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba.
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
¿Con qué dinero has comprado todo eso?
¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de
una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de
Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te
acuerdas?
Sí, ahora me acuerdo repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría
meditación.
Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y
fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que
visitaba a Raskolnikof.
¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! exclamó Rasumikhine.
IV
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