esperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se instalarían en la población
donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva.
Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikof se
mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba
continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia.
Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria
Alejandrovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.
A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había
entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al
convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cambiado
una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería así.
En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña
al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de la vida
próspera que les esperaba cuando él saliera del presidio. Rodia preveía que la
enfermedad de su madre tendría un desenlace doloroso. Al fin partió, seguido
de Sonia.
Dos meses después, Dunetchka y Rasumikhine se casaron. Fue una
ceremonia triste y silenciosa. Entre los invitados figuraban Porfirio Petrovitch y
Zamiotof.
Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución
inquebrantable. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la realización de sus
proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía
una voluntad de hierro. Había vuelto a la universidad a fin de terminar sus
estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Tenían la
firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre
tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.
Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con
Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su tristeza y
ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la
generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre, y
también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un
incendio. Estos dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado espíritu
de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de aquellos
nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en las tiendas, allí
donde encontraba un auditor paciente empezaba a hablar de su hijo, del
artículo que había publicado, de su piadosa conducta con el estudiaritg, del
espíritu de sacrificio que había demostrado en un incendio, de las quemaduras
que había recibido, etc.
Dunetchka no sabía cómo hacerla callar. Aparte el peligro que encerraba esta
exaltación morbosa, podía darse el caso de que alguien, al oír el nombre de
Raskolnikof, se acordara del proceso y empezase a hablar de él.
Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por
su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces
prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre
y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus cálculos,
Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le
había asegurado que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la
casa, a preparar la habitación que destinaba a su hijo (la suya), a quitar el
polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las cortinas... Dunia sentía
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