Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo
terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de
tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo,
habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich.
Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la
madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la
cama, perpleja y un poco triste.
Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta ... La lluvia había cesado, pero el
viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con
una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al
cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y
echó a andar, internándose en la avenida... Durante cerca de media hora
estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día
que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran
construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.»
Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era
un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían
ciertos indicios de animación.
Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El
sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante
habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el
hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión
interrogante.
¿Tienen té? preguntó el huésped.
Sí.
¿Y qué más?
Ternera, vodka, fiambres...
Tráigame un trozo de carne y té.
¿Nada más? preguntó el sirviente con cierto asombro. Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
«Este lugar no debe de ser muy decente pensó Svidrigailof . ¿Cómo es posible
que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un
hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me
gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»
Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula
en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre
de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia
cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba
para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas
y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible
deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo
que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.
Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a
reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse
en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su
atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz
plañidera.
Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de
la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y
miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres.
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