Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la
cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes
golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética,
recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo
nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que
se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. De
vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras,
evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que
estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios
tamaños, pan, cohombros y tazas de té.
Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrig