que me ha ofrecido la ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un
olor a podrido...
»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca
repugnante, como las que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un
cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el
progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años que está
bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre
estaba sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer
qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece; al fin se
siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie
de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a
carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a
un sitio como éste!" Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado
de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me
parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que
soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su
casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han
llegado de una provincia. Me dicen que consideran mi visita como un gran
honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas
gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han
entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de
una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la
muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan con
entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas.
¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.
¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre
ruin y corrompido.
¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud...?
Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es
para mí un verdadero placer.
Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes murmuró
Raskolnikof, indignado.
Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber
pagado su consumición, se levantó.
Vámonos. Estoy bebido. Assez causé exclamó . He tenido un verdadero
placer.
Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas
escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre encenagado
en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto
igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo... Es una cosa que
fustiga los nervios.
Pues si es así dijo Svidrigailof con cierto asombro , si es así, a usted no le
falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya.
Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a
vernos... Tenga un poco de paciencia.
Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos
vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y su semblante se había
nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante
Raskolnikof era cada vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este
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