deseado ardientemente estrecharla en sus brazos, decirle así adiós y
contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.
«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los
había robado.»
Y se preguntó un momento después:
«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante
confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de
afrontar estas cosas.»
Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana.
Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.
No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el
menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos
terrores, forzosamente tenían que producir algún efecto en él, y si la fiebre no
le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella
inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.
Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof
experimentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado
penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados
de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al atardecer cuando tales
sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.
:Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol se dijo
malhumorado es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz
de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.»
Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.
Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía:
se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha
costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los
niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las
esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.
¿Y Sonia? preguntó, inquieto, Raskolnikof, mientras echaba a andar al lado
de Lebeziatnikof a toda prisa.
Está completamente loca... Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia
Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está
verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por
detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora
está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no lejos de casa de Sonia
Simonovna, que está cerca de aquí.
En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna,
había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y
rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el
puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la
atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de
paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una
oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y
jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan
lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en
la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina
Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumento.
Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo
292