a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían
hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.
A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre
la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que
mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi
aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los
insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la
cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de
niños aterrados.
Lebeziatnikof debía de haberse equivocado en lo referente a la sartén. Por lo
menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el
compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a
Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella
misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la desesperaba.
Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la
enfurecía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.
Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al
niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como
no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la
cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto Simón Zaharevitch, al
que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido
a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una
reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre. Miraba a su madre
con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba
ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se
sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a
Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a
casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.
¡Basta, Sonia! exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos No
sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa
de esa alemana borracha. Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea
mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su
vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.
Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía
en ella ciegamente.
Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una
cosa, Sonia. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos
explo