torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a
cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la
mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último
incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había
alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho
reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre
era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los
alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr
Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el
mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada
por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
« ¡No voy a casarme sólo por tener los muebles! », exclamó para sí mientras
rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca
ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal?
¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le
atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado
un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr
Petrovitch habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero siguió pensando mientras regresaba,
cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof . ¿Por qué demonio habré sido tan judío?
Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas
momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a
la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les
hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para
comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se
venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio
me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su
manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a
devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil.
Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo
podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado
con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí
mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y
furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad
el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se
estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo
de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus
muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que,
por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba
de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se
enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne.
Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al
difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la
mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr
Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia
Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias
con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible
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