satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba
de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que
ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de
Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por
qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones
sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le
despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había
instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente
la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada
a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en
su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo
pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más
avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos
círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación.
Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos
que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo,
le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no
podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el
mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de
enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el
sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba
desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y
continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta
razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como
centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios
años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los
revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección
contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del
denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí
que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las
actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría
presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas
generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se
había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su
visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un
pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus
convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas
hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés
Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo
deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia,
únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados
anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente
todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le
denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le
podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes
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