que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera
abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un
interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en
la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El
hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho
de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz
de ver nada.
Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio
Petrovitch no pudo menos de notarlo.
No hace usted más que mentir repitió resueltamente . Ignoro lo que persigue
con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un
momento; por eso no puedo equivocarme... ¡Miente usted!
¿Que miento? replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando
su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la
opinión que Raskolnikof tuviera de él . ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo
he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los
argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el
amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je,
je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen
ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted
dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y
le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su
enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce
precisamente ese tipo de alucinación? » Esta enfermedad podía tener otras
manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
En resumidas cuentas dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio ,
yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda
sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! exclamó
Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla . Pero ¿a qué
vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta
como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta
usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
¡Le repito replicó Raskolnikof, ciego de ira que no puedo soportar...!
¿La incertidumbre? le interrumpió Porfirio.
¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo
permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy
bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de
bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y
un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los
misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue
momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira
le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite,
obedeció cosa extraña la orden de bajar la voz.
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