El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa
de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro
encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas
caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban
las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a
Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron
en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia
Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para
restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada
mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día
siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bolsillo,
coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la
taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después,
cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto
de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! pensó . Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo
quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese
podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonia necesita cremas siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras
iba por la calle . Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está
ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como