cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa
blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.
No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero
Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se
había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La
simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su
habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos
mentales dominados por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le
había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba
sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada
con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar
hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba.
Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
¡Vamos! ¡Levántate ya! le gritó . ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya
las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
¿Me lo envía la patrona? preguntó, incorporándose penosamente.
¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y
dos terrones de azúcar amarillento.
Oye, Nastasia; hazme un favor dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un
puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se
había acostado vestido . Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un
poco de salchichón del más barato.
El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón... ¿No prefieres
un plato de chtchis? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste
demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.
Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su
lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba por los
codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.
Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía dijo.
El frunció las cejas.
¿A la policía? ¿Por qué?
Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.
Es lo único que me faltaba murmuró el joven, apretando los dientes . En estos
momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí. ¡Esa mujer es tonta!
añadió en voz alta . Hoy iré a hablar con ella.
Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué
te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe ni siquiera qué color
tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora
no haces nada?
Hago algo replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.
¿Qué es lo que haces?
Un trabajo.
¿Qué trabajo?
Medito respondió el joven gravemente, tras un silencio.
Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la
hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por
las mudas carcajadas.
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