Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los
maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer
ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
Entonces, es un ladino.
Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado
sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él,
que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una
obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si
una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de
ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.
Entra tú solo dijo de pronto Raskolnikof . Yo vuelvo en seguida.
¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta
dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
Espera, voy contigo.
¿También tú te has propuesto perseguirme? exclamó Raskolnikof con un
gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada
sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio.
Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a
Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria
Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes
empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera,
entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de
espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos,
introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del
escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio.
Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia
asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de
gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los
que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en
alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una
sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su
gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su
cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
¡Aquí lo tiene usted! dijo una voz potente.
Raskolnikof levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se
dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo.
Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le
habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento,
se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía
jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta
años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
¿Qué pasa? preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
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