¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático
cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra
conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un
hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese
sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado
enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas,
habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de
una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora,
gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas
cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de
hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño
de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre
reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un
policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave
sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de
un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se
vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero
ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
Y a Porfirio.
¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.
Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que
recomendarles que hoy fueran prudentes con él.
Ya se las arreglarán repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.
¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y
que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
¡Esto es todo un interrogatorio! exclamó Rasumikhine fuera de sí . ¿Cómo
puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal
vez te lo digan.
¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha
pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia
Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha
respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha
hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos
mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se
habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara
sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo
que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las
manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida
mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un
reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las
miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba
recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos
violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema
de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir
mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues
deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a
ver a Rodia.
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