Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía
comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados
sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón el de la estufa y
allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo,
descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas,
levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas
reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas.
Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su
hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó
de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el
vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores.
Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del
umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se
abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su
carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se
acercó a ella y le dijo:
Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la
muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la
muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida
pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona
propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su
mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no
se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de
una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su
cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la
puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro,
ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la
noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado
con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se
percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los
ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus
azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al
sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin
algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su
estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se
acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se
creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
¿Qué será de estas criaturas? le interrumpió ella, con un gesto de
desesperación, mostrándole a sus hijos.
Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
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