Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado dijo el pope sacudiendo la
cabeza.
¿Y esto no es un pecado? exclamó Catalina Ivanovna, señalando al
agonizante.
Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una
indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le
han ocasionado al privarla de su sostén.
¡No me comprende usted! exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de
irritación y desaliento . ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en
su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por
otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros,
sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para
malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para
nosotros una ventura, una economía.
Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un
gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su
marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le
arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a
su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le
hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su
cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado
en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar
trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los
niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara
el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no
quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo
mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho
convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se
había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su
esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos
inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le
gritó con acento imperioso:
¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se
dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su
presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
¿Quién es? ¿Quién es? preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca,
indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde
se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
¡Quieto! ¡Quieto! exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer
unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con
amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás
la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante,
desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le
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