Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias
del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y
rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había
provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital,
pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su
rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! exclamó, abriéndose paso a codazos entre
los que estaban delante de él . Es un antiguo funcionario: el consejero titular
Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un
médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación
extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio
su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al
herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera
sido su padre.
El edificio Kozel dijo está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un
acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es
un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una
complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré!
¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el
camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes.
Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había
que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se
ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del
lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e
indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes
precauciones.
¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la
escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren
un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como
siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida
habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en
voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor,
Polenka, niña de diez años qu