CORAZÓN DELATOR Agosto 2017 | Page 12

adjetivos y un nombre propio. “Pero quiero saberme viva, pero no quiero hablar de la muerte ni de sus extrañas manos”, escribió en “La de los ojos abiertos”.

Entre el primer libro y el segundo Alejandra volvió a hacer terapia, una de sus psicoanalistas fue Olga Orozco (a quién también le ha dedicado poemas). Ella confesó que Alejandra hablaba recurrentemente del miedo a la locura y una fascinación por la muerte. Varias noches en las que se sintió sola y los viejos fantasmas besaban sus pies, Alejandra llamó a Olga en busca de consuelo.

Para algunos de sus amigos, la terapia era una excusa para conocerse mejor únicamente, sin afán de curarse. Ellos, la juzgaron con la misma vara que al resto de las personas, era extraño que fuera solventada por sus padres, que no supiera de cocina ni de las noticias del momento. Pero Alejandra siempre estuvo más allá, en esa frontera entre el cielo y la tierra.

París con sus flores muertas y sus manteles de papel

Entre 1960 y 1964 vivió en París, donde trabajó para la revista de la Unesco “Cuadernos para la Libertad de la Cultura”, publicó algunos poemas y críticas en varios diarios y tradujo a grandes autores como Artaud para algunas editoriales francesas. Además, estudió historia de la religión y literatura francesa en la Soborna.

“Trabajo un poco en Cuadernos donde corrijo pruebas de imprenta cuatro horas por día y también colaboro, a veces, en la enciclopedia Larousse. Cuadernos es una revista horrible de manera que mi contacto con ella es exclusivamente administrativo. Apenas consiga algo mejor cambiaré de sitio de trabajo”, le escribió en una carta a su amigo Antonio Requeni.

carta a su amigo Antonio Requeni.

En París pudo conocer los espacios que frecuentaban los poetas malditos que tanto admiraba (Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Artaud). Allí vive como ellos vivían, cautivada por la ciudad y su ritmo acelerado, el interés de la sociedad por el arte y, sobretodo, el respeto por la privacidad de los franceses y tener su espacio propio. Allí Alejandra es feliz. Pasaba días encerrada en su cuarto escribiendo y leyendo. Ivonne Bordelois, a quien conoció allí, dijo: “era un navío naufragante a la Rimbaud, una gruta entreverada de papeles y tabaco, una tienda de campaña donde imperaba un samovar y esa atmósfera especial que habita los lugares donde el silencio crece como una madreselva invasora, nocturna, permanente; el silencio y una concentración estática y vibrante”.

En la ciudad de las luces conoció a Octavio Paz, Georges Bataille, Italo Calvino, Simone de Beauvoir y Julio Cortázar, con quienes entabló una profunda amistad.

Más adelante, tras su primer intento de suicidio en 1970, Julio le escribió: “no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte (…) Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo”.

En Francia escribe su cuarto libro “Árbol de Diana”, cuyo prologo fue escrito por Octavio Paz. Si en su libro anterior había logrado darle vida a la muerte, hacerla protagonista de sus poemas, carcelaria de su vida… en este libro Alejandra se separa de si misma, se desdobla y se observa, busca entenderse y hallarse. La particularidad es que su poesía es más corta, pero más clara. Algo es seguro, manifiesta su extravío y una desconexión fuerte con su yo y con el mundo.

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