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de haber recorrido de sur a norte las dos Américas, principalmente Hispanoamérica, y de haber convivido con aquellos hermanos nuestros, tan necesitados de nuestra ayuda, sobre todo en las actuales circunstancias, quizá, bajo algunos aspectos al menos, las más críticas de su historia. Ojalá llegue pronto el día en que podamos hacer más». Y, en el número sucesivo de la revista (junio 1961), describió con pinceladas fuertes, bajo el epígrafe «América Latina, en trance de vida o muerte», la preocupante situación social y religiosa que había conocido y que había sacudido fuertemente su conciencia. América –concluía el artículo– «necesita urgentísimamente de una ayuda inteligente, amplia y verdaderamente eficaz, de medios y de personal… Está siendo ya demasiado tarde.
Aquel terreno está abonado para revoluciones que, si no se hacen por la derecha, encontrarán el camino marxista como única solución… Pidamos que llegue a establecerse el
verdadero reino de Dios Trinidad entre todos los hombres, basado en la justicia y en la caridad».
Pero hablemos del impacto del Vaticano II en su personalidad. Lejos de sentir miedo o zozobra ante el vuelco de actitudes, enfoques, estilos, modos de pensar y actuar de cara a Dios (por ejemplo, con la renovación litúrgica) y de cara a los hombres y al mundo –con una repercusión directa, a veces dramática, de todo ello en el modus vivendi de las comunidades religiosas–, se abrió gozoso y plenamente disponible a las pautas conciliares viendo en ellas el soplo seguro del Espíritu Santo. Allí donde otros sacerdotes y religiosos experimentaron desazón y desconcierto, él percibió vigor y empuje para emprender una vida nueva. Los que le habían conocido como un fraile severo y riguroso (consigo mismo y con los demás), meticuloso cumplidor de las observancias regulares, serio y poco hablador, tras su periplo misionero en América y sobre
todo a raíz del concilio (1962-1965) lo vieron transformado en un trinitario sensible y humano, dialogante y comprensivo, ardiente en su fe y amable en sus modales. Su celo sacerdotal se tornó ardoroso; su talante se tiñó de alegría y entusiasmo.
Una demostración de ello la hallamos en el librito que escribió el año 1970 con el significativo título Cristianos nuevos. Aún hoy, cuarenta años después, sus páginas resultan actuales y estimulantes. En particular testimonian la docilidad con que el P. José Gamarra abrazó la gran novedad aportada por el Concilio Vaticano II a la Iglesia, en sintonía con la novedad de los tiempos. Es algo que se refleja ya en el sumario del escrito: «1. Ante unos tiempos nuevos. 2. Hacia una nueva imagen del hombre, del mundo y de Dios. 3. El Dios nuevo. 4. Hacia un cristianismo nuevo. 5. Cómo deben ser los cristianos nuevos». En su presentación