Comunion Revista Comunion nº 11 - 2013 | Page 12

para mantener la enseñanza, los trinitarios admitieron en sus aulas no sólo a quien podía pagar sus estudios, sino también a hijos de familias de condición modesta. Entre los alumnos hubo personas de militancia política muy diversa. El afecto y agradecimiento hacia los trinitarios por su labor educativa fue unánime entre los alumnos y sus familias. Además, un detalle nos ha llamado la atención sobre la vida de nuestros hermanos de Alcázar: fray Esteban, hermano cooperador, repartía cada día en la portería del convento la comida a los más pobres del pueblo; no se cocinaba “diferente” para los frailes y los pobres, sino que compartían la misma comida.

La persecución religiosa, latente en España desde 1931, se extremó en la segunda mitad del mes de julio de 1936, coincidiendo con el inicio de la Guerra Civil. Se trató de una persecución abierta, de una crueldad que admite pocas comparaciones, dirigida a eliminar físicamente al clero y a los católicos más significativos y a suprimir todo signo religioso de la vida pública y privada de los fieles.

En la mañana del día 21 de julio de 1936, el convento de la Santísima Trinidad fue rodeado por milicianos armados; los religiosos fueron concentrados en la plaza del convento. El P. Plácido, que había ido a celebrar la misa al Asilo de ancianos, fue detenido cuando regresaba al convento: los milicianos lo llevaron por las calles, apuntándole con los fusiles, mientras él caminaba con los brazos en cruz. Una vez juntos los seis frailes trinitarios, fueron llevados al edificio del Ayuntamiento, donde se unieron a siete frailes de la comunidad franciscana de Alcázar y a un joven novicio dominico del convento de Almagro, que había sido arrestado en la estación del tren. Todos los frailes fueron encerrados en el refugio municipal para vagabundos que existía junto a la parroquia de Santa María. El hermano fray Esteban se enfermó de una cierta gravedad, y el día 23 fue trasladado al Asilo de Alcázar.

Los cinco sacerdotes trinitarios, los siete frailes franciscanos y el novicio dominico permanecieron recluidos en dicho refugio hasta la noche del 26 al 27 de julio. Poco después de la medianoche los despertaron y les hicieron levantarse, asegurándoles que los iban a trasladar a otra prisión. Sacados en dos grupos, fueron llevados a un lugar llamado «Los Sitios», a las afueras del pueblo, y allí fueron fusilados. Conocemos muy bien los detalles del martirio, especialmente porque uno de los religiosos franciscanos, fray Isidoro, sobrevivió y pudo contar después todo lo que sucedió aquella noche. Los cuerpos de los religiosos fueron sepultados en el Cementerio municipal de Alcázar de San Juan; en 1962 fueron exhumados y trasladados a las iglesias conventuales de los franciscanos y trinitarios, donde descansan desde entonces.

Por lo que respecta a fray Esteban de San José, permaneció en el Asilo hasta el 1 de septiembre, en que fue llevado a la Cárcel. Allí fue sometido a malos tratos; su sufrimiento moral fue tan grande que su barba negra se volvió cana en pocos días, fenómeno que también se observó durante la prisión de santo Tomás Moro, y que ha merecido la atención de la Congregación para las Causas de los Santos. Sufrió el martirio el 12 de septiembre; aunque hay dos versiones diferentes sobre el lugar de su muerte, se coincide en que murió por disparos. Las noticias más fidedignas indican que su cuerpo fue arrojado a la boca de una mina abandonada, en término de Camuñas (Toledo).

Quisiera llamar la atención, brevemente, sobre tres aspectos que conviene considerar en torno a estos seis Beatos trinitarios: su amor a Cristo, el testimonio de su amor fraterno y su sufrimiento por la fe. Nuestros Beatos mártires se consagraron a la Santisima Trinidad completamente mediante su profesión solemne. Si todos los religiosos decimos en la fórmula de profesión las palabras “hasta la muerte”, indicando con ello la perpetuidad de nuestros votos, en el caso de los Mártires esas palabras adquirieron, con el martirio, un significado nuevo: hasta dar la vida. No cabe duda de que asesinaron a nuestros seis hermanos exclusivamente porque eran religiosos; y ellos dieron su vida como respuesta de amor a Cristo, confesando así, como San Pablo, que Jesús el Señor «me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2, 20). El tiempo de la persecución y de la prisión fue un impresionante testimonio de unión con el Señor: pasaron aquellos días rezando, a veces en silencio, otras veces musitando sus oraciones, coralmente y en voz baja, confesándose mutuamente. En la hora suprema, varios de ellos (y especialmente el beato Francisco de San Lorenzo) gritaron con fuerza y entusiasmo la alabanza de los mártires: «¡Viva Cristo Rey!», con que rubricaron y dieron su sentido más pleno al acto martirial, confesando su amor, completo e incondicional, al Señor.

El segundo aspecto es el heróico amor fraterno de nuestros hermanos Mártires. Al menos tres de ellos pudieron eludir la muerte: el P. Plácido, por ofrecimiento de altos cargos políticos que le debían su preparación académica; el joven P. Antonio, al que vinieron a buscar sus familiares para llevárselo a Bilbao; fray Esteban, mediante oferta para quedarse como cocinero de milicianos. Sin embargo, los tres rechazaron estas posibilidades, declarando que querían correr la misma suerte que sus hermanos. Los religiosos trinitarios no podemos dejar de confesar que la vida fraterna en comunidad forma parte esencial e irrenunciable de nuestra consagración. El testimonio comunitario de nuestros Beatos Mártires, ciertamente heroico y emocionante, nos debe impulsar a una apuesta decidida por una continua conversión hacia una vida fraterna más auténtica y de mayor calidad, sabiendo que esa es nuestra vocación en la Iglesia. Además, la unión en el martirio de nuestros hermanos de hábito con los hijos de San Francisco y de Santo Domingo, nos debe hacer reflexionar sobre la llamada a la «cultura intercongregacional» que nos ha hecho el pasado Capítulo General, sabiendo que esa comunión entre diversos institutos para dar testimonio de la “comunion trinitaria” es una misión especialmente preciosa y digna de nuestro tiempo.