JOHN FISHER
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márgenes de la “civilización”.7 Por lo tanto, Manso reaccionó rápidamente al levantamiento de Huarochirí de 1750 (que, según pensaba, tenía ciertas perturbadoras conexiones con una conspiración
preparada en Lima en 1747 por residentes indios originarios de dicha provincia) enviando una compañía de caballería y siete de infantería —un total de casi 1,000 hombres— a reprimirlo, simplemente
porque no podía darse el lujo de permitir que quedaran sin castigo
los amotinados que habían incendiado el cabildo de un importante
pueblo de provincias, y que amenazaban con destruir las haciendas
locales.8 Sin embargo, la más prolongada rebelión de Juan Santos
Atahualpa, que estalló en 1742 durante el gobierno de su predecesor (Mendoza) en la zona de montaña al este de Tarma, provocó
una respuesta más defensiva que giró en torno a la fortificación de
los pueblos cerca de la frontera, custodiados por 200 hombres cuya
principal función era impedir las incursiones indígenas en las zonas
pobladas.9 Esta estrategia quedó vindicada con el agotamiento de la
rebelión en 1756, probablemente debido a la muerte de su líder,
aun cuando los indios campas siguieron resistiendo todo intento de
colonizar la región del Apurímac durante la segunda mitad del siglo.
A pesar de la tendencia ocasional de los amotinados indios a
invocar una justificación cuasi-utópica para sus protestas, en parte
adoptando nombres incaicos —Francisco García Jiménez, uno de
los jefes del movimiento de Huarochirí, era conocido como “Francisco Inca”, “Francisco García Inga Ximénez” y “Francisco Ximénez
Inga”—, las autoridades virreinales no solían tener muchos problemas para reprimirlos, sobre todo gracias a que los funcionarios regionales podían contar con el respaldo de los españoles de la localidad,
ansiosos por preservar el orden social y económico frente a las protestas populares.10
7.
Barral, Rebeliones indígenas, es un útil análisis general sobre el fenómeno de las
rebeliones indias.
8.
O’Phelan Godoy, Rebellions and Revolts, p. 95.
9.
Introducción (pp. 61-63) a Manso, Relación.
10. Ibid., da a entender que Francisco García Jiménez y Francisco Inca fueron personas
distintas, en tanto que O’Phelan Godoy, Rebellions and Revolts, p. 95, sugiere que
RESISTENCIA, REVUELTAS Y REBELIONES
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Por obvias razones, los funcionarios de todo nivel se preocupaban
más por las rebeliones que lograban unir a indios, mestizos y criollos
en una campaña común en contra de los agentes de la autoridad
real, así fuera sólo temporalmente, pues éstas eran mucho más difíciles de controlar y usualmente era necesario hacer concesiones para
restaurar la tranquilidad, aun cuando no era nada raro que se tomaran represalias una vez que los amotinados deponían las armas. La
primera manifestación realmente importante de esta nueva amenaza en el periodo posterior a 1750 ocurrió no en el Perú, sino en el
vecino reino de Quito (una región por la cual los virreyes peruanos
siguieron sintiendo cierta responsabilidad hasta la independencia,
como veremos en el siguiente capítulo) en 1765. Aquel año los pobladores de dicha ciudad se levantaron en una gran protesta urbana
desatada por los intentos del virrey Pedro Messía de la Cerda de
incrementar las rentas, retirando los monopolios de la alcabala y el
aguardiente de manos particulares y colocándolos en manos de
funcionarios reales.11 Lo importante era que los cambios propuestos
ofendieron tanto a los hacendados que producían el azúcar con la
cual se destilaba el aguardiente como a los pequeños tenderos y
comerciantes de los barrios populares de la ciudad, que eran especialmente vulnerables a la amenaza de un cobro más eficiente y riguroso de la alcabala.
El resultado, en un comienzo, fue un movimiento pacífico de protesta entre los círculos políticos patricios, que gradualmente atrajo el
respaldo de grupos sociales dispares hasta convertirse en una rebelión general en contra de los cambios fiscales. Éste no llegó a ser
un gran movimiento regional del tipo de los que quince años más
tarde tendrían lugar en Nueva Granada y el Perú, pero sí sobresale
como la primera manifestación abierta de resistencia regional a la
nueva fase del reformismo Borbón, inaugurada por las necesidades
fiscales de Carlos III. Es asimismo importante llamar la atención sobre
el hecho que al igual que las revueltas mucho más grandes de 1810
se trataba de la misma persona. Spalding, Huarochirí, pp. 275-88, coincide con
ella pero le llama Francisco Jiménez Inca.
11. McFarlane, “The Rebellion of the Barrios”, es un análisis sobresaliente de la rebelión.