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JOHN FISHER
tarea era impedir que se escaparan los prisioneros, no los investigadores, aunque a veces me pregunto si en la penumbra podrían
distinguir entre unos y otros— pasaron a formar parte del mosaico
de ricas vivencias que hacen que una visita al Perú sea emocionante
e impredecible, así como académicamente gratificante.
Siendo un joven investigador en este país, no tuve sino un enfrentamiento potencialmente peligroso con sus autoridades. En 1970,
después de mucha insistencia, y de presentar una “solicitud” formal
en “papel sellado” (los hábitos coloniales no desaparecen con facilidad), logré obtener permiso para consultar la documentación
colonial reunida en el Archivo General del Ministerio de Relaciones
Exteriores. Al terminar mi primer día de trabajo, dejé, sin darme
cuenta, el palacio de Torre Tagle con el pase de seguridad en mi
bolsillo. Al día siguiente fui detenido por la policía de seguridad, la
cual estaba muy interesada en saber quién podría haber tomado
prestado el pase durante la noche y con qué fines. Su preocupación,
que reflejaba en parte las crecientes dificultades que el régimen velasquista tenía con los grupos revolucionarios, pareció aumentar al
enterarse de que me estaba alojando en casa de Pablo Macera —de
por sí, una rica experiencia cultural—, pero Félix Denegri vino en
mi ayuda asegurándole a las autoridades que yo —como ellas—
creía firmemente en los valores capitalistas, a pesar de usar ocasionalmente una retórica revolucionaria, debilidad ésta que compartía
con varios ministros de Velasco.
En aquellos días yo caminaba sin problemas por algunos lugares
de Lima y Callao que los turistas —y hasta hace poco los mismos
limeños— luego temerían pisar. En todas mis visitas al Perú no he
sido bolsiqueado más de dos veces, no perdiendo sino un pañuelo
en la primera ocasión (en el Callao) y un billete de 10 soles (en el
tren de Lima a Huancayo, que desafortunadamente ya no circula).
En el Callao, los mayores peligros los sufrí comiendo cebiche en el
mercado e intentando fotografiar los cañones instalados en la fortaleza del Real Felipe (que apuntan simbólicamente hacia Lima, a
diferencia de sus predecesores del siglo XVIII que lo hacían hacia el
mar, con miras a mantener lejos a los ingleses). Los guardias me
persuadieron firmemente de que sería un error usar mi cámara fotográfica para captar ese contraste.
PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS
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Al igual que otros visitantes llegados al Perú desde la muy ordenada pero algo convencional Gran Bretaña de los años sesenta,
pronto aprendí que en este país no debía dar nada por sentado. La
primera noche que pasé aquí en 1968 fue sumamente curiosa por
dos motivos. En primer lugar, había arreglado con bastante anticipación pasar los primeros días de mi prolongada visita en una residencia estudiantil de la Universidad de San Marcos, mientras encontraba
un alojamiento adecuado para mi esposa e hijo, que debían unírseme
varias semanas más tarde. Había asumido, algo ingenuamente, que
el hostal de San Marcos sería parecido a las residencias universitarias de Liverpool, sin darme cuenta de que la infraestructura era tan
elemental que se esperaba, por ejemplo, que yo mismo llevara mis
propias frazadas y almohada. Sobreviví una noche allí y al día siguiente me mudé a la Pensión Alemana en la avenida Arequipa.
Pronto quedé convencido de que su dueño era el largo tiempo desaparecido Martin Bormann…
Mi siguiente problema fue que, habiendo arreglado pasar mi
primera noche en Lima con un antiguo estudiante de Liverpool que
había obtenido un puesto como profesor asistente en la Facultad de
Derecho de San Marcos —la persona en cuestión adquirió cierta notoriedad poco después, cuando asesinó al enamorado de su amante
disparándole a través de la puerta de un baño, luego de hallarlo en
una comprometedora situación con el objeto del deseo que ambos compartían—, descubrí que el director del Consejo Británico
había quedado en que cenara ese mismo día con Pablo Macera. Así,
en mi primera noche en el Perú cené dos veces para evitar ofender
a alguno de mis anfitriones: primero con el futuro asesino y luego
con los alumnos de Pablo, a los cuales se les permitió sentarse en la
mesa para observar cómo hablaban y comían los invitados principales, pero sin disfrutar ellos ninguna de las dos experiencias.
El Consejo Británico había hecho que esperara llevar una vida
acomodada en el Perú, pero no una que implicara cenar dos veces
en la misma noche. Su “Registro de las condiciones de vida” de
1967, entregado a quienes estaban por embarcarse hacia dicho
país (por lo general, empresarios británicos y no jóvenes académicos
relativamente pobres), describía el clima limeño como “insalubre
hasta ser lo opuesto de vigorizante”, pero hacía comentarios tranqui-