COMUNICACIÓN | Page 41

84 JOHN FISHER GOBIERNO, DEFENSA E IGLESIA 85 para la administración de la Iglesia americana, y controlar la organización y los nombramientos eclesiásticos—, el monarca también había recibido directamente de Dios la autoridad para actuar como su vicario general, lo que era un elemento inherente a la soberanía temporal adoptada por el derecho divino de los reyes. El objetivo llano y simple de la doctrina del vicariato era extender el poder real sobre la Iglesia a expensas de la autoridad papal, un punto claramente expresado por la real cédula del 14 de julio de 1765, que sancionaba oficialmente el concepto regalista y afirmaba que la autoridad del papa en América le había sido devuelta —a través de una combinación del patronato y la delegación divina directa— al monarca en todos los aspectos de la jurisdicción eclesiástica salvo en la potestad de orden —los poderes sacramentales adquiridos por el clero mediante su ordenación—, que no podía ser transferida a los laicos dada su naturaleza sacerdotal.53 Una vez que la monarquía hubo aclarado esta tesis, se seguía lógicamente que el patrón (o vicario) real era responsable por el bienestar material de la Iglesia —asegurándose de que hubiese, por ejemplo, suficientes fondos para la edificación y el mantenimiento de iglesias y catedrales— y de supervisar la conducta del clero a través de los obispos y los superiores de las órdenes regulares. Tal como fuese aplicada en América (y España) a partir de la década de 1760, esta doctrina le daba al Estado un grado de control secular sobre la disciplina eclesiástica sin precedentes, aun a pesar de la política superficial de buscar (y casi invariablemente conseguir) el consentimiento de los superiores eclesiásticos para toda iniciativa importante. Se volvió común que los miembros de las órdenes regulares fueran llevados ante las cortes seculares por una ofensa criminal, y que sus superiores eclesiásticos rutinariamente confirmaran las sentencias. Del mismo modo, la Corona no tuvo remordimiento alguno en intentar sentenciar en sus propias cortes a miembros del clero secular cuyos prelados se rehusaban a tratarlos satisfactoriamente —desde el punto de vista de la Corona— en las cortes eclesiásticas. En realidad, las obstrucciones de parte de los prelados en asuntos de disciplina fueron raras, mostrándose bastante más resistencia a la intervención de los vicepatronos subordinados en los nombramientos a nivel parroquial o distrital. En principio, los obispos no cuestionaban el derecho del rey a extender su derecho de patronato a sus representantes locales, pero hay evidencias considerables de que en el Perú, como en otros lugares, la entrega de estos poderes a los intendentes en la década de 1780 provocó el resentimiento de los prelados, que consideraban que su obligación de hacer los nombramientos con la intervención de aquellos era un golpe a su dignidad y autoridad.54 Durante el reinado de Carlos III, la aplicación del regio vicariato fue más allá del control de los casos individuales de disciplina eclesiástica y pasó a ser un intento de aplicar un programa general de reforma legislativa y administrativa del clero americano, tras decidirse en 1769 el envío de un visitador eclesiástico a los virreinatos. A cada inspector se le ordenó que convocara a un concilio provincial en la capital virreinal, y se le dio una instrucción general —el tomo regio— explicando lo que se debía pedir a estos concilios y definiendo los temas que no podían discutirse, que incluían las cuestiones fundamentales del regio vicariato y la inmunidad eclesiástica. Es más, las decisiones del concilio debían ser aprobadas por la Corona antes que éstas fuesen implementadas por funcionarios reales, no eclesiásticos. Hasta cierto punto este programa había sido diseñado para producir una genuina mejora en la disciplina eclesiástica —por ejemplo, a través del establecimiento de un seminario modelo en cada diócesis—, pero su principal objetivo era establecer y hacer manifiesta la supremacía de la Corona sobre la Iglesia. El concilio limense, por ejemplo, al igual que el de México, rápidamente confirmó la prohibición real de la enseñanza de la doctrina jesuita. Sin embargo, en cierta medida la insistencia en que la Corona refrendase las decisiones del concilio, introducida para proteger la regalía, hizo que algunas de las nuevas normas, cánones y regla- 53. Hay una amplia bibliografía sobre este tema. Sánchez Bella, Iglesia y Estado, y Hera Pérez-Cuesta, Iglesia y Corona, son buenas guías introductorias. El texto clásico sobre la Iglesia peruana es Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia. 54. El virrey Croix dedicó especial atención a este tema en una crítica general a las intendencias hecha en 1789, solicitando se reimplantaran los corregidores en el Perú: Croix a Valdés, 16 de mayo de 1789, AGI, Indiferente General, Leg. 1714.