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JOHN FISHER
GOBIERNO, DEFENSA E IGLESIA
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para la administración de la Iglesia americana, y controlar la organización y los nombramientos eclesiásticos—, el monarca también
había recibido directamente de Dios la autoridad para actuar como
su vicario general, lo que era un elemento inherente a la soberanía
temporal adoptada por el derecho divino de los reyes.
El objetivo llano y simple de la doctrina del vicariato era extender
el poder real sobre la Iglesia a expensas de la autoridad papal, un
punto claramente expresado por la real cédula del 14 de julio de
1765, que sancionaba oficialmente el concepto regalista y afirmaba
que la autoridad del papa en América le había sido devuelta —a
través de una combinación del patronato y la delegación divina
directa— al monarca en todos los aspectos de la jurisdicción eclesiástica salvo en la potestad de orden —los poderes sacramentales
adquiridos por el clero mediante su ordenación—, que no podía
ser transferida a los laicos dada su naturaleza sacerdotal.53
Una vez que la monarquía hubo aclarado esta tesis, se seguía
lógicamente que el patrón (o vicario) real era responsable por el
bienestar material de la Iglesia —asegurándose de que hubiese, por
ejemplo, suficientes fondos para la edificación y el mantenimiento
de iglesias y catedrales— y de supervisar la conducta del clero a
través de los obispos y los superiores de las órdenes regulares. Tal
como fuese aplicada en América (y España) a partir de la década
de 1760, esta doctrina le daba al Estado un grado de control secular
sobre la disciplina eclesiástica sin precedentes, aun a pesar de la
política superficial de buscar (y casi invariablemente conseguir) el
consentimiento de los superiores eclesiásticos para toda iniciativa
importante. Se volvió común que los miembros de las órdenes
regulares fueran llevados ante las cortes seculares por una ofensa
criminal, y que sus superiores eclesiásticos rutinariamente confirmaran las sentencias. Del mismo modo, la Corona no tuvo remordimiento alguno en intentar sentenciar en sus propias cortes a
miembros del clero secular cuyos prelados se rehusaban a tratarlos
satisfactoriamente —desde el punto de vista de la Corona— en las
cortes eclesiásticas. En realidad, las obstrucciones de parte de los
prelados en asuntos de disciplina fueron raras, mostrándose bastante
más resistencia a la intervención de los vicepatronos subordinados
en los nombramientos a nivel parroquial o distrital. En principio, los
obispos no cuestionaban el derecho del rey a extender su derecho
de patronato a sus representantes locales, pero hay evidencias considerables de que en el Perú, como en otros lugares, la entrega de
estos poderes a los intendentes en la década de 1780 provocó el
resentimiento de los prelados, que consideraban que su obligación
de hacer los nombramientos con la intervención de aquellos era un
golpe a su dignidad y autoridad.54
Durante el reinado de Carlos III, la aplicación del regio vicariato
fue más allá del control de los casos individuales de disciplina eclesiástica y pasó a ser un intento de aplicar un programa general de
reforma legislativa y administrativa del clero americano, tras decidirse
en 1769 el envío de un visitador eclesiástico a los virreinatos. A
cada inspector se le ordenó que convocara a un concilio provincial
en la capital virreinal, y se le dio una instrucción general —el tomo
regio— explicando lo que se debía pedir a estos concilios y definiendo los temas que no podían discutirse, que incluían las cuestiones
fundamentales del regio vicariato y la inmunidad eclesiástica. Es
más, las decisiones del concilio debían ser aprobadas por la Corona
antes que éstas fuesen implementadas por funcionarios reales, no
eclesiásticos. Hasta cierto punto este programa había sido diseñado
para producir una genuina mejora en la disciplina eclesiástica —por
ejemplo, a través del establecimiento de un seminario modelo en
cada diócesis—, pero su principal objetivo era establecer y hacer
manifiesta la supremacía de la Corona sobre la Iglesia. El concilio
limense, por ejemplo, al igual que el de México, rápidamente confirmó la prohibición real de la enseñanza de la doctrina jesuita.
Sin embargo, en cierta medida la insistencia en que la Corona
refrendase las decisiones del concilio, introducida para proteger la
regalía, hizo que algunas de las nuevas normas, cánones y regla-
53. Hay una amplia bibliografía sobre este tema. Sánchez Bella, Iglesia y Estado, y Hera
Pérez-Cuesta, Iglesia y Corona, son buenas guías introductorias. El texto clásico
sobre la Iglesia peruana es Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia.
54. El virrey Croix dedicó especial atención a este tema en una crítica general a las
intendencias hecha en 1789, solicitando se reimplantaran los corregidores en el
Perú: Croix a Valdés, 16 de mayo de 1789, AGI, Indiferente General, Leg. 1714.