JOHN FISHER
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mente distinto del de sus ineficaces predecesores o que el de Mendoza (1736-1745), lo cual en gran medida refleja la dinámica relativa
introducida en los asuntos imperiales durante la década (17261736) en que Patiño fue ministro de las Indias, Marina y Hacienda.
De igual modo, la revigorización del gobierno virreinal durante el
mandato de Manso —ello a pesar de su fracaso en enfrentar firmemente el problema del repartimiento— reflejó el éxito limitado
que Ensenada, el omnipotente secretario de Estado, tuvo en empujar
a Fernando VI (1746-1759) hacia una política imperial más progresista, por lo menos hasta el exilio del ministro en 1754 y la caída del
rey en un estado de inactividad hacia el final de su reinado.5
Sigue siendo válido, en este amplio contexto imperial, considerar
a la Guerra de los Siete Años —a la cual España ingresó en 1762,
en el bando perdedor— como una fuerza de crucial importancia
para la historia de las relaciones entre España y sus posesiones americanas en los cincuenta años antes de la invasión napoleónica de la
península ibérica. Fue del trauma y la humillación sufridos en este
conflicto que Carlos III (el tercer rey Borbón) y sus ministros extrajeron
la idea de formular y aplicar el programa modernizador al que los
historiadores conocen como “las reformas borbónicas”.
La Guerra de los Siete Años fue un conflicto americano en un
grado bastante mayor que los conflictos internacionales que lo precedieron en el siglo XVIII, aun cuando en esta ocasión las principales
fuentes de tensión se debieron a las rivalidades anglofrancesas, a
pesar del continuo resentimiento hispano por el contrabando y las
incursiones británicas en el Yucatán y Honduras. Hubo dos zonas
principales de tensión: el Caribe, en donde ambas potencias, ignorando las débiles pretensiones españolas, competían por ocupar
islas como Dominica, Tobago, San Vicente y Santa Lucía; y, lo que
era aún más importante, América del Norte, en donde los franceses
estimularon y respaldaron la resistencia india ante la expansión de
las colonias británicas. Aunque la guerra comenzó formalmente en
Europa en 1756, fue precedida por enfrentamientos entre fuerzas
británicas y francesas en el valle de Ohio en 1754, y en Nueva
Escocia y el Caribe en 1755.
GOBIERNO, DEFENSA E IGLESIA
El conflicto fue decisivamente favorable para Inglaterra —por
ejemplo, las fuerzas británicas tomaron Quebec en 1759, Montreal
en 1760 y Martinica en 1761—, un resultado que no cambió con el
ingreso de España al lado de Francia en 1762: si bien las fuerzas
españolas invadieron Portugal, el tradicional aliado británico, y
capturaron Sacramento, el puesto de avanzada portugués frente a
Buenos Aires, Carlos III sufrió la tremenda humillación de ver caer
a La Habana y las Filipinas ante los ingleses. El Tratado de París
(1763) devolvió Cuba a España pero confirmó la posesión británica
de Florida. Ésta fue una gran pérdida a pesar de que los franceses
decidieran, en el Tratado de Fontainbleu, entregarle la Louisiana en
compensación.
La devolución de Florida en el Tratado de Versalles (1783), luego
de que España respaldase la rebelión anticolonial de los súbditos
británicos en Norteamérica durante la Guerra de la Independencia
de los Estados Unidos (1776-1783), abrió una década —los últimos
cinco años del reinado de Carlos III y los primeros cinco del de Carlos IV— que representó, como veremos, el punto alto de la recuperación imperial española bajo los Borbones. Este periodo estuvo
caracterizado, en el Perú y otros lugares, por el fortalecimiento de
las defensas imperiales, la racionalización de la administración provincial, las mejoras y la expansión en materia de recaudación de rentas,
la liberalización del comercio y la intr oducción de varias otras reformas, diseñadas para centralizar la autoridad imperial en manos de
una monarquía que confiaba en sí misma, y convertir a América en
una fuente real de fortaleza económica y estratégica para la metrópoli.
El eje para la introducción de este proceso omnicomprensivo
de cambio en el virreinato peruano fue la visita general ordenada
en 1776 por José de Gálvez, el ministro de Indias, y confiada a
José Antonio de Areche, quien había servido como un subordinado del ministro durante su propia visita general a la Nueva España,
llevada a cabo entre 1765 y 1771.6 Durante las tres décadas precedentes al nombramiento de Areche, se habían ido acumulando
en Madrid numerosos testimonios sobre los abusos que se cometían
6.
5.
Pérez Bustamante, “El reinado de Fernando VI”.
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Para más detalles sobre la carrera de Areche véase el apéndice 2. La relación
clásica de sus actividades en el Perú es la de Palacio Atard, “Areche y Guirior”.