entre paredes cubiertas de pósters o en las calles de
un suburbio de clase media acomodada, sino en
una Guadalajara en construcción, de edificios
derribados para hacer centros comerciales, al
costado de la autopista o en canchitas de futbol
improvisadas sobre el asfalto. Cuando Kishi
Leopo filma los lugares en transformación de su
ciudad, encuentra la metáfora perfecta para el
inevitable paso del tiempo que va separando a los
amigos mientras van creciendo. Hay dos
momentos muy buenos en la película. En uno
muestra cómo el protagonista se somete a la
“preparación” para ser vendedor a concesión de
una bebida energética. Los que hacen de
encargados de convencer a la gente que acude al
encuentro deben dedicarse a eso fuera de la
ficción, por la naturalidad con la que escupen su
prédica infame sobre cómo es el trabajo que
salvará para siempre las vidas de los viejos
desempleados y las madres solteras que se sientan
en las sillitas de plástico dispuestas en la
habitación. En el momento en el que se le muestra
a esta gente un infomercial del producto, la cámara
se acerca excesivamente al televisor al punto que
muestra las tramas que forman la imagen ya
deformada como si fuera la textura misma de la
mentira. El otro momento destacado es uno en el
que se da a entender la muerte del familiar de uno
de los pibes, que se resuelve solamente con un par
de planos y una elipsis elegante y respetuosa. Por
estas muestras de talento, espero un futuro más
auspicioso para el director de Somos Mari Pepa.
Su película me deja una sensación similar a la
adolescencia: tiene momentos agradables pero es
mejor superarla.
Los despersonalizados. Final
Pasó FICUNAM y pasaron varias películas
extraordinarias, para nombrar algunas: Historia de
mi muerte de Albert Serra, ¿Y ahora? Recuérdame
de Joaquim Pinto, Why Don’t You Play in Hell? de
Sono Sion, Nepal Forever de Aliona Polunina,
Educación Sentimental de Júlio Bressane, Our
Sunhi y Nobody’s Daughter Haewon de Hong
Sang-Soo. A todas las había visto o habían sido
cubiertas en los números anteriores de la revista,
así que me enfoqué en otros títulos. Quiero escribir
puntualmente sobre tres: Sacro Gra de Gianfranco
Rosi, documental observacional italiano sobre
personajes marginales en la zona periférica de la
ciudad de Roma; De golfo a golfo de Shaina
Anand y Ashok Sukumaran, documental
observacional indio sobre marineros mercantes en
el golfo persa; Que tu alegría perdure de Denis
Côté,
ficción/documental
observacional
canadiense sobre trabajadores de fábricas en
Quebec.
Sacro Gra diseña una metáfora simplona sobre la
desigualdad social, utilizando viñetas sobre sus
personajes, que nunca podremos comprender más
allá del trazo grueso que hace Rosi. Me recuerda a
un touch and go cinematográfico, donde los
retratados sirven un rato para luego ser olvidados,
o conservados en la memoria como una caricatura
de lo que son.
Sin intenciones alegóricas, De Golfo a Golfo toma
otro camino. No sólo filma desapasionadamente a
sus personajes sino que les da la posibilidad de
auto-representarse. Se alternan grabaciones hechas
por los mismos marineros, tomadas con cámaras
caseras y con sus celulares y hasta musicalizados
por ellos mismos. Más allá de esta forma de darles
una voz a los marineros, la mirada que organiza los
materiales las desprovee del calor que pueden
generar, una sucesión de planos que los ahoga y
los convierte en pequeñas repeticiones de un
mismo mundo antes que singularidades en un
contexto determinado. Al finalizar el viaje, que
prometía aventuras al meternos en unas
embarcaciones gigantes, queda una demostración
pseudo-científica del flujo de mercancías en el
golfo. Y no hay nada sobre los marineros, más allá
de sus videos.
Por último, Que tu alegría perdure (un bello título,
eso sí) es la mejor de las tres. Hay algo en la forma
en la que Côté filma la monotonía de la tarea de los
trabajadores y el andar de las máquinas. El
canadiense genera decenas de figuras geométricas
y consigue que los movimientos dentro del plano
generen un efecto hipnótico, medio abstracto.
También muestra un acercamiento a los
trabajadores en algunos momentos guionados,
toques de empatía verdadera, como aquel en que
un personaje despotrica contra su trabajo, con una
desolación que resuena de verdad entre tanta
abulia. En el final, Côté introduce a un niño que
toca el violín para los trabajadores, inmóviles
como estatuas; un poco de calidez y un choque de
mundos. Ya antes, una obrera observaba un órgano
musical como si fuera un objeto extraterrestre.
No son la misma cosa, está claro, pero las tres
películas comparten un carácter frío, artificial no
por su falta de veracidad sino por el desapego
hacia las personas reales que pasan por delante de
la cámara. Son tres películ