transformarlos. Eso supone también la posibilidad
de crear un mundo donde la guerra es una realidad.
Así, Miyazaki cuenta la historia agridulce de Jiro,
alternando la belleza con lo terrible.
A lo largo de la película se repite una frase
hermosa de Paul Valéry, motivo guía de
Jiro/Miyazaki: “El viento se eleva. Hay que
intentar vivir”. Ésta sería la última película del
cineasta japonés. Gracias, Hayao Miyazaki.
La batalla secreta
Un amigo me dice durante el festival que en el cine
contemporáneo se libra una especie de batalla
secreta en torno a la duración y la velocidad de los
planos. Si uno piensa en el cine que más se
consume y generaliza un poco (aunque sin
exagerar mucho) uno de sus rasgos distintivos es la
rapidez con la que se suceden los planos, el
proverbial bombardeo de imágenes y sonidos. Lo
que se ha perdido en ese cine es la posibilidad de
contemplar, recorrer el plano con la vista, asumir
el paso del tiempo en la imagen como una
experiencia y un recurso dramático. Hay otro cine
que milita por ese potencial olvidado y es uno de
los estandartes de FICUNAM.
Un miembro de la resistencia sería el rumano
Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08; Policía,
Adjetivo), que en la primera secuencia de Cuando
la noche cae sobre Bucarest o Metabolismo hace
una declaración de principios. En un solo plano,
sin cortes, vemos desde el asiento trasero de un
auto la conversación de un hombre y una mujer. El
que habla más bien es el hombre, director de cine,
que explica que un rollo de película de 35mm
puede filmar hasta 11 minutos sin cortar y dice que
eso determina nuestra forma de ver y pensar lo que
vemos, nuestra noción de realismo. Lo más
interesante es cómo esta reflexión no se agota en el
cine sino que se puede ver como un ejemplo de
cómo los medios, las herramientas, las formas
tienen un papel crucial en los resultados. Y eso
funciona como un filtro por el que se puede ver la
construcción misma de la película, como también
la historia de la relación que establecen el hombre
y la mujer, y también esos momentos que parecen
no tener incidencia en la historia. Visto desde la
óptica que propone Porumboiu, la charla lánguida
en una única toma que tienen los protagonistas
sobre qué tipo de comida es más sofisticada (la
europea, la china, la árabe), pasa de ser un tiempo
muerto a ser una charla ingeniosa y memorable.
El maestro taiwanés Tsai Ming-Liang (El río; La
nube errante) extrema el uso del plano secuencia
en Viaje al Oeste, que consiste en un puñado o dos
38
de planos a lo largo de 50 minutos. Vemos
transitar a un monje budista que camina como en
cámara lenta, a paso de caracol, mientras a su
alrededor la ciudad francesa de Marsella se mueve
a su ritmo metropolitano. Al recorrido del monje
se le suma un hombre no identificado, interpretado
por Denis Lavant (Holy motors; Bella tarea), que
imita el andar del oriental. El camino de estos
hombres a través de las imágenes se ubica
entonces en el polo opuesto de la híper-velocidad
del cine industrial y es un verdadero ejercicio de
contemplación. La película puede resultar hermosa
por momentos, como por ejemplo en ese plano en
que el monje baja unas escaleras y podemos
observar cómo con el paso del tiempo va
cambiando la cualidad de la luz que entra por la
boca del túnel por donde ingresó el personaje. En
otros momentos la película puede resultar
terriblemente tediosa. En el catálogo del festival se
sugiere que la historia de los dos hombres, el
francés y el taiwanés, es una metáfora y un
contraste de la relación entre Occidente (cuna de la
Razón) y Oriente (el mundo de la Espiritualidad).
Antes de los créditos, con una placa de caracteres
chinos blancos sobre fondo negro, Tsai proyecta
una poesía que nos anima a “observar la existencia
como un relámpago en una nube de verano”.
Siguiendo alguna de estas pistas (la del catálogo, la
del texto de Tsai) la película pierde interés.
Cuando la mirada ya no puede descubrir nada en
las imágenes, los planos se agotan en su concepto.
Quiero decir, al pensar en Viaje al Oeste me
pregunto lo siguiente: cuando la idea que rige
sobre su puesta en escena se materializa y se hace
patente tras discurrir en la pantalla, ¿queda mucho
por ver? Creo que no. Si estoy en lo cierto la última
película de Tsai Ming-Liang es, demasiado a
menudo, poco más que una pieza conceptual.
Muchos la van a adorar por su radicalidad y la
maestría inusitada de Tsai para componer
imágenes, y la van a llevar a su lado de la trinchera.
Yo no la veo con tan buenos ojos.
No quiero dejar de mencionar a Double Play, la
película documental de Gabe Klinger que forma
parte de la serie Cineastas de nuestro tiempo, que
en esta ocasión aborda las carreras de dos cineastas
que ocupan lugares muy distintos en la industria
pero con varias similitudes a la hora de pensar el
cine. Uno de ellos, el más joven y el más conocido,
es Richard Linklater, el director de la saga de
Antes de la medianoche; el otro es el viejo, figura
oculta, reconocido en festivales, James Benning.
El primero desde su segunda película filma en
Hollywood, el segundo es casi el arquetipo del
cineasta radical. Tiene por ejemplo un largo que se