por Santiago González Cragnolino
Los anarquistas mexicanos y el inventor
japonés
El primer día de FICUNAM empezó con el acto de
inauguración en el Palacio de la Antigua Escuela
de Medicina, en el centro de la ciudad, un edificio
antiguo de la época colonial, bien conservado, que
puede investir de una falsa importancia a estos
actos por lo general carentes de interés a menos
que uno sea un funcionario que quiere figurar. Para
ser justo, en varios directivos de la Universidad
Autónoma de México (UNAM) se adivinaba una
cuota de sinceridad al referirse a la importancia del
cine y del festival como vía de expresión cultural.
No fue el caso de, por ejemplo, el Director General
del Metro, que presentó un concurso de
cortometrajes rodados en el metro, en el que el
ganador era la persona con más (en las palabras del
Director General) “likes” o “me gusta” en las redes
sociales. Este señor anunciaba a los ganadores
como presentador de reality show mientras el
público extendía un corto manto de piedad a los
pobres pibes que subían al escenario, en la forma
de escasos aplausos desperdigados por el
auditorio. Ganó la mínima solidaridad que
requiere aplaudir, y está bien. Sin embargo parece
que todo el mundo se dio cuenta que se había
montado una pequeña farsa en medio del acto. A
continuación, desfilaron por el estrado un par de
muñecos de torta con un discurso veladamente
neoliberal, sin nunca olvidar de agradecer a los
llamados socios del festival, los sponsors privados.
Finalmente le tocó hablar al rector de la UNAM,
un tipo que es, por lo que me cuentan mis amigos
locales, una figura intelectual y política importante
y respetable. No bien saludó, un pequeño grupo de
adolescentes, sentados dos filas atrás mío,
autodefinidos como anarquistas, extendió una
bandera y empezó a gritarle cosas (“represor”,
“asesino”). Fueron a protestar por el
encarcelamiento de uno de sus compañeros, Mario
López Tripa. El grupo de jóvenes anarquistas
sostuvo su protesta gritando sus consignas y
difamando al rector durante la totalidad de su
discurso. El hombre se pasó un cuarto de hora
pidiendo poder continuar con su discurso y utilizó
los últimos dos o tres minutos para hablar de cómo
en la UNAM se permiten todo tipo de discursos,
incluso aquellos que están violentamente opuestos
a sus dirigentes, y realizó un breve alegato a favor
de la democracia y la libertad de expresión. A eso
lo siguió una mini-ovación y si bien la platea,
compuesta en gran parte por gente de la
universidad y del festival, era parcial al rector, el
tipo quedó como un caballero. Sin entender mucho
lo que sucedía, traté de averiguar lo que pude con
respecto a estas figuras pero una idea se mantuvo
por mucho tiempo y versaba sobre la falta de
inteligencia política de estos jóvenes anarquistas,
por justo que sea su reclamo y más allá de disentir
con sus formas. Digamos que después de la
pequeña revuelta no parece que López Tripa esté
mucho más cerca de obtener su libertad. La última
imagen que me queda del episodio es la de salir del
recinto y ver cómo todas las cámaras se iban
inmediatamente con los anarquistas, lo que no
sería nada menor para uno de los invitados ilustres
del festival. Pero eso más adelante.
Luego de esta pequeña dosis de realidad política
mexicana, nos desplazamos a la adyacente Plaza
de Santo Domingo donde se proyectó El viento se
eleva de Hayao Miyazaki. La función fue al aire
libre así que no eran las mejores condiciones para
ver la película: todo el mundo estaba parado
porque no se podía alcanzar a ver bien la pantalla
de otro modo. Cuando la gente comenzó a
convencerse de que había que sentarse, cundió el
entusiasmo. Sin embargo la parte más cercana a la
platea de sillas no se sentaba, a pesar de los
pedidos o insultos dirigidos hacia ellos por la masa
sentada. Finalmente ganó la élite de pie,
inconmovible ante las protestas: poco a poco los
sentados comenzaron a imitar a los parados, hasta
que no quedó otro remedio que hacer lo mismo.
“Otra derrota para las utopías colectivas”, pensé.
Me olvidé de todos los malestares al tiempo que
comenzaban a moverse en la pantalla los dibujos
inconfundibles de Miyazaki. El viento se eleva
muestra 30 años de la vida de Jiro Horikoshi,
ingeniero aeronáutico japonés. Comienza en su
niñez y muestra la fascinación de Jiro por los
aviones y la posibilidad de surcar los cielos.
Horikoshi fue el inventor de los Zero, el avión de
caza que Japón utilizó en la Segunda Guerra y
Miyazaki deja asentado el efecto terrible de las
máquinas de guerra. La película no acusa al
personaje y se enfoca más bien en la obsesión de
Jiro con conseguir plasmar en el mundo físico los
diseños que se le presentan entre sueños. En la
película hay una continuidad total entre el mundo
onírico y el mundo real y vemos que Jiro se
desplaza entre ellos como si fueran el mismo. La
película establece una realidad maravillosa donde
la plasticidad extrema que tienen los objetos que
aparecen en pantalla (desde los rostros a los
edificios) sugiere infinitos mundos posibles y la
capacidad que tienen las personas de