- Claro. Hemos visto todos esos recortes…
- Dile que no pude ir a la estación de buses
ese día que él me había puesto en su carta.
Que mi padre no se movió en toda la tarde
de la casa y que por eso fue imposible salir si-
quiera a darle una explicación. ¿Te acordarás
de decirle todo?
- Tampoco dejaba de ir al mercado…al par-
que y las calles que juntos recorrimos tantas
veces.
- Hmm – dice la mujer desde la cocina, solo
para abandonar aquella sonsa conversación
que tantas veces se ha repetido.
- Si señora, se lo voy a decir - dice la mujer
interrumpiendo por un instante el balbuceo
de la letra de una antigua canción.
- Bueno, y le pones en la carta - continúa des-
pués de un rato la anciana - que me mande a
decir que cuando puede venir. Que me avise
con tiempo. O que me escriba. O mejor me
llame por teléfono. Eso, eso es mejor. Me da
mucho miedo pensar en que pueda llegar y
aparecer aquí cualquier día. No. Él no me da
miedo. Me da miedo lo que pueda pasar en
ese instante, hace tanto tiempo que no nos
vemos. Antes llegaba junto con todos los tu-
ristas. La mujer parece no seguir escuchando
sino la canción romántica que sale de la pe-
queña radio en lo alto de la repisa de la coci-
na, mientras continúa su rutina de preparar
las verduras para ponerlas en la olla.
- ¿Y por qué dejó de venir?
- Decía que porque no le daba el tiempo,
pero después se olvidó totalmente de eso
y la última vez que vino fue para…a ver no
recuerdo…cuando…- dice la anciana y se
golpea suavemente la cabeza con su mano
empuñada.
Tras lavar la loza del almuerzo, la pacien-
te mujer aprovecha de llamar por teléfono
mientras la anciana duerme su ruidosa siesta.
La brisa de la tarde parece cuidar el sueño de
sus habitantes con su lánguido silencio de la
media tarde.
- ¿Viste bien la foto? Tienes que acordarte
bien, no te puedes equivocar. Dile que yo soy
Rosa Ester, del barrio que a él tanto le gusta-
ba recorrer. Bueno a él le encantaba recorrer
ir y venir todas las mañanas calle arriba calle
abajo. Decía que aquel era un paraíso compa-
rado con el bullicio de Madrid. Una y otra vez
se dedicaba a pasear por los senderos y darle
de comer a las aves marinas que tanto quería.
Tienes que acordarte de todo.
- Señora Bertita...ya no hallo que hacer con su
madre...todo el día me habla de don Rober-
to...me muestra su foto, me dice como era, lo
que él le decía...es todo el santo día lo mis-
mo...la llamo para preguntarle qué podemos
hacer señora Bertita. La mujer parece cono-
cer mejor que nadie el mensaje que ya ha re-
cibido a través del teléfono. Guarda silencio
y luego le repite una vez más lo de tenerle
paciencia.
- Si señora - parece rezongar la mujer a la dis-
tancia.
- ¿Fuiste a buscar a Roberto? - dice la anciana
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