Carlos Sanromán rondaba los sesenta años, y me abrió la puerta armado de una
espectacular Nikon de las de antes. Todo el ático era su estudio, luminoso y abierto,
espacioso y sin nada que impidiera hacer fotos desde cualquier parte. Por detrás de él vi a
una modelo estirándose y aprovechando el breve descanso que mi llamada le
proporcionaba. Estaba de pie, delante de un fondo de color rojo brillante, sin nada más.
Debían de preparar una colección de trajes de baño, porque llevaba uno de una sola pieza,
extremadamente ceñido. Tuve que concentrarme en el fotógrafo.
—Hola, me llamo Jon Boix. Me gustaría hablar con usted cinco minutos.
—Ahora tengo una sesión, chico —¿por qué la gente mayor se empeña en llamar «chico»
a los que tienen menos de treinta años?—. Me temo que... —se detuvo de pronto y
frunció el ceño—. ¿Boix?
Mi apellido no era nada común. Y a veces hay quien tiene memoria y todo.
—Soy hijo de Paula Montornés y Jaime Boix.
—¡Pero bueno! —le cambió la expresión.
—Es importante —aproveché para acabar de concretar la cosa.
—Pasa, hombre, pasa —se apartó—. Acabo en quince o veinte minutos —hizo un gesto
significativo y agregó—: Primero he de acabar la sesión, ya sabes que ésas cuestan
dinero.
«Ésa» era la modelo, que ahora estaba cruzada de brazos esperando con cara de aburrida.
Entré dentro. Sabía por experiencia que cuando un fotógrafo está en plena sesión no le
gusta tener público, y lo mismo podía decirse de las modelos. Suelen estar hartas de
mirones a los que se les cae la baba. De cualquier forma, la de Carlos Sanromán no era
precisamente una top, se notaba. Había decenas como ella, todas aspirantes a la gloria,
aunque por el momento se conformasen con arañarle un poco a la vida.
—¿Dónde puedo... ?
—Mira, me esperas aquí. No tardo.
Abrió una puerta que daba a una especie de vestidor. Dentro estaban los trajes de baño
que se había puesto o debía ponerse la modelo, y también su ropa. El conjunto hacía las
veces de sala de estar, salón de maquillaje —porque había un gran espejo lleno de luces
— y, por supuesto, vestidor.
Yo lancé entonces una última mirada a la chica. Era preciosa.
—Oye —me miró de hito en hito, antes de retirarse para aprovechar el tiempo que
pagaba a precio de oro—, ¿de qué quieres hablarme?
—De Vania.
—Oh.
Abrió los ojos, asintió con la cabeza y eso fue todo. Se retiró.
No fueron veinte minutos, sino treinta, pero tampoco los pasé encerrado en la salita. Dos
veces se abrió la puerta y entró la modelo, para cambiarse.
—¿Te importa?
—No, no.
Esperé fuera, pero sin hablar. Carlos Sanromán cambiaba las luces, movía los paraguas,
subía el fondo de color rojo y desenrollaba otro de color verde. A un lado de la amplia
estancia-estudio vi un sinfín de objetos de atrezzo, sillas, butacas, columnas, sombreros,
pieles, motivos ornamentales diversos. Las fotografías siempre eran pequeños espacios
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