acotados en los que todo estaba en su sitio, igual que en las películas. Pero fuera de
cámara el mundo cambiaba, se hacía caótico.
Ella salió la primera vez con un biquini muy sucinto, de color naranja. La segunda lo hizo
con otro traje de baño de una sola pieza, negro. En las dos ocasiones nos miramos. Yo
con interés. Ella sin excesiva pasión. Para una modelo, ser atractivo no basta, así que yo
debía de ser del montón para ella, aunque no se tratase de una famosa top.
Estaba lloviendo fuerte.
Treinta minutos después de mi llegada, y con las últimas fotos hechas, la chica regresó al
vestidor y yo salí para hablar con Carlos Sanromán. Ella parecía cansada.
—Bien, bien, bien... —el fotógrafo me pasó una mano por los hombros—. Así que vais a
remover el tema, ¿eh?
—Hace diez años que Vania desapareció.
—¿Diez ya? —silbó—. ¿Quieres sentarte?
No había dónde, como no fuéramos a la zona de atrezzo a rescatar un par de sillas. Le
dije que no y nos acercamos al ventanal.
—¿Cómo está tu madre?
—Muy bien.
—Bueno, la revista ya la veo, por supuesto. Cada semana. Es de lo poco inteligente que
se hace ahora mismo en este país. Lo justo de sensacionalismo, lo justo de verdad, lo
justo de imagen, lo justo de texto.
Si mi madre le oyera decir que en Zonas Interiores había «lo justo de sensacionalismo»,
le daba un síncope. Se preciaba de hacer la única revista sin el morbo del
sensacionalismo, o sea, sin nada «amarillo» en sus páginas, de la prensa libre española.
—Pues... tú dirás —me invitó a preguntarle.
—Quiero hacer una retrospectiva, hablar de ella y también de Jess y Cyrille. Pero no sólo
eso. También nos preguntamos dónde puede estar Vania.
—¿Tú sólo? A veces yo me hago la misma pregunta. Ha desaparecido de la faz de la
tierra, y eso es algo insólito.
—Nadie desaparece sin dejar rastro —argüí.
—Pues ella lo hizo, mira. Lo suyo fue... —reflexionó de nuevo en torno a lo del tiempo
—. ¡Diez años ya! ¡Es increíble!
Carlos Sanromán tampoco tenía ninguna pista de su paradero, era obvió.
—¿Cómo debe de ser ahora? —le pregunté.
—¡Uf! —ladeó la cabeza, como si imaginárselo le costara un gran esfuerzo—. La
anorexia casi la mató, debes saberlo, pero aun con ella... era preciosa, única. Ahora
tendría treinta y cinco años, así que... La plenitud, chico. La plenitud. Toda una mujer.
Se me puso un nudo en la garganta. A veces pienso que las cosas hermosas deberían
existir eternamente.
—¿Siempre fue anoréxica?
—No, que va. Al comienzo era una chica normal, alta y delgada, por supuesto, pero
normal. Lo de pasarse, porque se pasó, fue a partir de los quince o dieciséis. En aquellos
días el culto al esqueleto más que a la forma femenina se hizo religión oficial. Los
modistos las querían sin nada, sin pecho, sin caderas, casi sin rostro, aunque parezca un
contrasentido, andróginas, para poder moldearlas a su antojo con cada colección y cada
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