volando con vigor, a veces creía ser parte de la historia y se
comportaba como tal, otros veces se enfurecía con el villano de la
historia y leía amargado esperando que ese cruel despiadado fuera
derrotado.
De alguna manera se identificaba en esos cuentos, esos cálidos
relatos de hadas mágicas y místicos elfos, hechiceros poderosos y
peligrosos dragones.
Al llegar a la finca Juan se sintió aliviado, le palpitaba fuertemente la
cabeza de tanto leer en el carro, y por fin habían llegado a tierra
firme. Por su incansable deseo de leer, no percibió el paisaje que lo
rodeaba. La finca estaba enclavada en el centro de magníficos
cerros, repletos de frondosos árboles rellenos de toda clase de frutas
que con su aroma creaban un desfile de apasionantes olores, desde
el olor dulzón de un mango rojizo hasta el aroma fuerte y penetrante
de una acida mandarina; se formaba un delgado arroyo muy cerca de
la finca que después se convertía en un inmenso río que, como
espejo, reflejaban la majestuosidad de los nevados y del cielo, el cual
parecía ser uno solo con el vasto río, como si fueran el uno para el
otro, pero los separara la triste capa de aire que todo lo rodea. El
silencio era inexistente en ese lugar; los sonidos de la caída del agua
de una empinada cascada se entremezclaban con el croar de una
pareja de ranas y, a lo lejos, el apasionado cantar de toda clase de
pájaros, semejaban una orquesta de unión y alegría, mientras el
viento mecía sonoramente las ramas más altas de los árboles.
De día las nubes parecían hacer un acuerdo para no ocultar al sol;
para que irradiara con toda su potencia al fino campo que de noche
aparentaba ser un desierto aventurero por el incandescente
resplandor blancuzco de la luna y por los efímeros destellos de
millones de luciérnagas que vagaban sin rumbo iluminando todo a su
paso. La finca era una mansión gigantesca, con centenares de
habitaciones y espacios para hacer toda clase de deportes. Estaba
decorada con finos elefantes de marfil y mármol en las paredes;
había campanas de todo tipo, y una docena de empleados
domésticos. Lo único que llamó la atención de Juan fue un pequeño
hombre con gorro rojo puntiagudo y túnica azul que llegaba casi
hasta las rodillas, y con un pantalón ajustado de color verde sentado
en la entrada de la finca. Intrigado, pregunto a su abuelo, Álvaro,
quien respondió que el pequeño hombrecito era un gnomo de cera
que según la leyenda, protegía a la finca de todos los males que
pudieran atacarla. Juan la apreció un rato, pero siguió con un poco
de miedo a continuar con su libro.
87