Pero pasaron tres días y no tuvimos suerte. ¡Oh, fue terrible! Mi pequeña Veruca se ponía cada vez más
nerviosa, y cuando volvía a casa me gritaba: «¿Dónde está mi Billete Dorado? ¡Quiero mi Billete
Dorado!» Y se tendía en el suelo durante horas enteras, chillando y dando patadas del modo más
inquietante. Y bien, señores, a mí me desagradaba tanto ver que mi niña se sentía tan desgraciada, que me
juré proseguir con la búsqueda hasta conseguir lo que ella quería. Y de pronto..., en la tarde del cuarto día,
una de mis obreras gritó: «¡Aquí está! ¡Un Billete Dorado!» Y yo dije: «¡Dámelo, de prisa!»,y ella me lo
dio, y yo lo llevé a casa corriendo y se lo di a mi adorada Veruca, y ahora la niña es toda sonrisas y una
vez más tenemos un hogar feliz.
—Esto es aun peor que lo del niño gordo —dijo la abuela Josephine.
—Lo que esa niña necesita es una buena azotaina —dijo la abuela Georgina.
—No me parece que el padre de la niña haya jugado muy limpio, abuelo, ¿y a ti? —murmuró Charlie.
—La malcría—dijo el abuelo Joe—, y nada bueno se puede obtener malcriando así a un niño, Charlie,
créeme.
—Ven a acostarte, cariño —dijo la madre de Charlie. Mañana es tu cumpleaños, no lo olvides. Espero que
te levantes temprano para abrir tu regalo.
—¡Una chocolatina de Wonka! —exclamó Charlie—. Es una chocolatina de Wonka, ¿verdad?
—Sí, mi amor—dijo la madre—. Claro que sí. —Oh, ¿no sería estupendo que encontrase dentro el tercer
Billete Dorado? —dijo Charlie. —Tráela aquí cuando la recibas —dijo el abuelo Joe—. Así todos
podremos ver cómo la abres.