Al día siguiente mismo se encontró el primer Billete Dorado. El afortunado fue un niño llamado Augustus
Gloop, y el periódico vespertino del señor Bucket traía una gran fotografía suya en la primera página. La
fotografía mostraba a un niño de nueve años tan enormemente gordo que parecía haber sido hinchado con
un poderoso inflador. Gruesos rollos de grasa fofa emergían por todo su cuerpo, y su cara era como una
monstruosa bola de masa desde la cual dos pequeños ojos glotones que parecían dos pasas de Corinto
miraban al mundo. La ciudad donde vivía Augustus Gloop, decía el periódico, se había vuelto loca de
entusiasmo con su héroe. De todas las ventanas pendían banderas, los niños habían obtenido un día de
asueto escolar y se estaba organizando un desfile en honor del famoso muchacho.
—Sabía que Augustus encontraría uno de los Billetes Dorados —había dicho la madre a los periodistas—.
Come tantas chocolatinas al día que era casi imposible que no lo encontrase. Su mayor afición es comer.
Es lo único que le interesa. De todos modos, eso es mejor que ser un bandido y pasar el tiempo
disparando pistolas de aire comprimido, ¿no les parece? Y lo que yo siempre digo es que no comería
como come a menos que necesitase alimentarse, ¿verdad? De todas maneras, son vitaminas. ¡Qué
emocionante será para él visitar la maravillosa fábrica del señor Wonka! ¡No podemos sentirnos más
orgullosos!
—Qué mujer más desagradable —dijo la abuela Josephine.
—Y qué niño más repulsivo —dijo la abuela Georgina.
—Sólo quedan cuatro Billetes Dorados —dijo el abuelo George—. Me pregunto quién los encontrará.
Y ahora el país entero, el mundo entero, en realidad parecía de pronto haberse entregado a una frenética
orgía de comprar chocolatinas, todos buscando desesperadamente aquellos valiosos billetes restantes.
Mujeres adultas eran sorprendidas entrando en las tiendas de golosinas y