-¿A qué hora -dijo míster Micawber- podré ...?
-A eso de las ocho --dijo míster Quinion.
-Estaré a era hora -dijo míster Micawber-. Le deseo muy buenos días, míster Quinion, y
no quiero entretenerle más.
Se puso el sombrero y salió con el bastón debajo del brazo, muy tieso y canturreando en
cuanto estuvo fuera de l almacén.
Míster Quinion me aconsejó entonces muy seriamente que trabajara todo lo más posible
en la casa, y me dijo que se me pagarían seis chelines por semana (no estoy seguro de si
eran seis o siete; mi inseguridad me hace creer que primero debieron de ser seis, y
después siete). Me pagó una semana por adelantado (creo que de su bolsillo particular),
de lo que di seis peniques a Fécula para que llevara aquella misma noche mi maleta a
Windsor Terrace; tan pequeña como era, pesaba demasiado para mis fuerzas. También
gasté otros seis peniques en mi almuerzo, que consistió en una empanada de came y un
trago de agua en una bomba de la vecindad, y pasé la hora que dejaban libre para las
comidas paseando por las calles.
Aquella noche, a la hora fijada, apareció mister Micawber. Me lavé la cara y las manos
para corresponder a su elegancia, y nos fuimos juntos hacia nuestra casa, como supongo
que la llamaré desde ahora. Mister Micawber, durance el camino, me hacía fijarme en los
nombres de las calles, en las fachadas de las casas y en las esquinas, para que pudiera
encontrar fácilmente el camino a la mañana siguiente.
Llegamos a su casa de Windsor Terrace (que me pareció tan mezquina como él y con
sus mismas pretensiones); me presentó a su señora, una mujer delgada y pálida, nada
joven ya, que estaba sentada en una habitación (el primer piso estaba ya sin muebles y
tenían echados los estores para engañar a los vecinos), dando de mamar a un niño. Este
niño era uno de los dos mellizos, y puedo asegurar que nunca en toda mi intimidad con la
familia vi a los dos mellizos fuera de los brazos de su madre al mismo tiempo. Uno de
ellos siempre tenía que mamar. También tenían otros dos niños, uno de cua tro años y una
niña, todo lo más, de tres. También había en la casa una muchacha muy morena que les
servía. Tenía costumbre de resoplar, y me informó antes de media hora de que era
huérfana y había salido del orfelinato de San Lucas para ir allí. Mi habitación estaba en el
último piso, en la parte de atrás; una habitación pequeña, cubierta de un papel que parecía
de obleas azules, y muy escasamente amueblada.
-Nunca hubiera pensado -dijo mistress Micawber, cuando subió con niño y todo a
enseñarme mi habitación, y sentándose para tomar aliento- antes de mi matrimonio,
cuando vivía con papá y mamá, que me vería en la necesidad de tomar un huésped. Pero
míster Micawber está pa sando por circunstancias tan difíciles, que toda consideración de
otro género debe ser desechada.
Yo dije:
-Sí, señora.
-La s dificultades de míster Micawber -prosiguió son casi insuperables por ahora, y no sé
si conseguirá salir de ellas. Cuando yo vivía con papá y mamá no llegaba a comprender
lo que quería decir la palabra pobreza en el sentido en que ahora la empleo; pero la
experiencia es maestra, como acostumbraba a decir mi papá.
Por más que pienso no consigo recordar si me dijo que míster Micawber había sido
oficial de Marina, o si lo inventé yo; únicamente sé que ahora estoy convencido de que en
alguna época había pertenecido a la Marina, pero no sé por qué. En aquella época era
viajante de diferentes casas de co mercio; pero me temo que aquello le daba muy poco o
casi nada.