-Si los acreedores de mi marido no quieren esperar -dijo mistress Micawber-, peor para
ellos. Para nosotros, cuanto antes terminen las cosas, mejor. No se puede sangrar a una
piedra, y nada podrán sacar en la actualidad de míster Micawber, aparte de los gastos que
eso les ocasionaría.
Nunca he podido comprender del todo si mi precoz independencia confundía a mistress
Micawber respecto de mi edad, o si era que estaba tan preocupada por el asunto que
habría hablado de él a los mellizos de no haber tenido otra persona a mano. Pero aquella
conversación con que empezó nuestra amistad fue el asunto de todas las que siguieron.
¡Pobre mistress Micawber! Decía que había intentado ga nar dinero por todos los
medios, y no lo dudo. Sin ir más lejos, en la puerta de la calle había una gran placa en la
que se leía: «Pensión de mistress Micawber, fundada para señoritas»; pero nunca llegó a
estudiar allí ninguna señorita; ninguna pensó en ir ni lo intentó, y en la casa nunca hubo
que hacer preparativos para recibir a ninguna. Las únicas visitas que tenían (las he visto y
oído) eran las de los acreedores. Venían a todas horas, y algunos eran verdaderamente
feroces. Un hombre con la cara sucia (creo que el zapatero) solía ponerse en la escalera
en cuanto daban las siete de la ma ñana, y desde allí increpaba a míster Micawber.
-Vamos, que ahora está usted en casa. ¿Me pagará us ted? ¡No se esconda, es una
cobardía! No haría yo una cosa semejante. Págueme; que me pague ahora mismo, ¿me
oye? ¡Vamos!
No recibiendo contestación a sus insultos, se encolerizaba y llegaba a llamarles
ladrones y rateros, y viendo que aquello tampoco producía efecto, salía a la calle y desde
allí gritaba hacia las ventanas del segundo piso, que era donde sabía que dormían los
Micawber. En aquellas ocasiones, míster Micawber, desesperado por la vergüenza, hasta
había llegado (según comprendí por los gritos de su mujer) a fingir que intentaba matarse
con una navaja de afeitar; pero media hora después se limpiaba las botas con cuidado y
salía a la calle tarareando con más elegancia que nunca.
Mistress Micawber era ta mbién de un carácter flexible; la he visto ponerse
verdaderamente mala a las tres porque ha bían venido a cobrar los impuestos, y después
comer a las cuatro chuletas de cordero empanadas, con un buen vaso de cerveza, todo
pagado empeñando dos cucharillas de té. Recuerdo que un día habían venido a embargar
la casa, y volviendo yo por casualidad a las seis, me la encontré en el suelo desvanecida
(con uno de los mellizos en sus brazos, como es natural, y los cabellos sueltos alrededor
de su rostro); pero nunca la he visto más alegre que aquella noche en la cocina, con sus
chuletas en la mano, contándome toda clase de historias sobre su papá y su mamá y la
gente que recibían en su casa.
En aquella casa y con aquella familia pasaba yo todos mis ratos de ocio. Para el
desayuno compraba un penique de pan y otro de leche, y también me procuraba otro
penique de pan y un pedazo de queso, que me servían de cena, cuando volvía por la
noche. Esto hacía una buena brecha en los seis o siete chelines, ya lo sé, y hay que tener
en cuenta que estaba en el almacén todo el día y tenía que durarme el dinero la semana
completa. Desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche no recibía el
menor consejo, la menor palabra de ánimo, el menor consuelo ni la más mínima ayuda ni
cariño de nadie, puedo decirlo con la seguridad que espero ir al cielo.
Era tan pequeño y tenía tan poca experiencia (¿cómo hubiera podido ser de otra
manera?) para soportar la carga de mi existencia, que a menudo, yendo hacia el almacén
por las mañanas, no podía resistir la tentación de comprar en las pastelerías los dulces de
la víspera, que vendían a mitad de precio, y gastaba en aquello el dinero que llevaba para
mi comida, y después tenía que quedarme sin comer a medio día, o tomar sólo un pedazo
de pudding. Recuerdo dos tiendas de pudding que frecuentaba alternativamente, según el