hubiera enfermado. ¿Me habrían dejado abandonado en mi habitual soledad, o me habría
tendido alguien una mano de ayuda?
Cuando míster Murdstone y su hermana estaban en casa, comía con ellos; en su
ausencia, comía solo. Siempre estaba vagando por la casa o por las cercanías, sin que me
hicieran caso; lo único que me prohibían era hacer amistades, pensando quizá que podría
quejarme. Por esta razón, aunque míster Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarle
(se había quedado viudo algunos años antes de una mujer joven y rubia, a quien siempre
recuerdo confundiéndose en mis pensamientos con una gatita gris de Angora), casi nunca
me permitían la alegría de pasar la tarde con él en su despa cho, leyendo algún libro nuevo
para mí, rodeado del olor de farmacia que lo llenaba todo o machacando drogas en un
mortero bajo su dirección.
Por la misma razón, reforzada sin duda por la antipatía, muy rara vez me permitían
visitar a Peggotty. Fiel a su promesa, ella venía a verme a los alrededores una vez por
semana, y ninguna con las manos vacías; pero muchas y amargas eran las decepciones
que sufría cuando me negaban el permiso para ir a su casa. Algunas veces, sin embargo,
aunque de tarde en tarde, me permitían ir, y entonces observé que Barkis era un poco
roñoso, o, según la expresión de Peggotty, un poquito agarrado, y guardaba el dinero
debajo de la cama en una caja, en la que pretendía no tener más que ropa. En aquel cofre
guardaba sus riquezas con una tenacidad perseverante, y para obtener un poco de dinero
hacían falta grandes artificios. Así, Peggotty tenía que preparar un largo y convincente
discurso para sacarle el dinero todos los sábados.
Todo aquel tiempo era tan consciente de que, por mucho que prometiera, mi
inteligencia se atrofiaría a causa de mi abandono, que habría sido completamente
desgraciado de no tener mis antiguas novelas. Eran mi único consuelo; nos hacíamos
mutuamente compañía, y yo no me cansaba de releerlas.
Y ahora llegamos a una época de mi vida de la que nunca perderé la memoria y cuyo
recuerdo ha venido a menudo, a mi pesar, como una pesadilla, a entristecer mis tiempos
más dichosos.
Había salido una mañana a vagar pensativo, como siempre, en mi vida solitaria, cuando
al volver la esquina de un sendero, cerca de nuestra casa, me encontré a míster Murdstone
que paseaba con otro caballero. En mi confusión iba a pasar de largo, cuando aquel
caballero me gritó:
-¡Eh! ¡Brooks!
-No, David Copperfield.
-No me digas. Eres Brooks, Brooks de Shefield; ese es tu nombre.
Al oír aquellas palabras miré al desconocido con mayor atención. Su risa acabó de
convencerme de que le conocía: era míster Quinion, a quien fui a ver a Lowestof con
míster Murdstone antes... (pero poco me importa cuándo: no quiero recordarlo).
-¿Cómo estás y dónde te educas, Brooks? Me dijo míster Quinion.
Había puesto su mano sobre mi hombro y me hizo dar la vuelta para pasear con ellos.
Yo no sabía qué decir, y miré confuso hacia míster Murdstone.
-Ahora está en casa --dijo este último-, y no está educándose en ninguna parte. No sé
qué hacer con él; es difícil de manejar.
Aquella antigua mirada hipócrita se detuvo un momento en mí, y después sus ojos
oscuros se separaron de los míos con un fruncimiento de aversión.
-¡Hum! -dijo míster Quinion, mirándonos a los dos-. ¡Qué tiempo tan hermoso!
Siguió un silencio, y yo estaba pensando cómo desprender mi hombro de su mano para
marcharme, cuando dijo:
-Supongo que seguirás siendo un muchacho muy despierto, ¿eh, Brooks?