tarse a mi lado en el cajón; fue la única vez que lo hizo en toda mi visita, como
coronación de aquel día dichoso.
Era noche de marea, y en cuanto nos fuimos a la cama, míster Peggotty y Ham salieron
a pescar. Yo me sentía muy orgulloso de ser, en la casa solitaria, el único protector de
mistress Gudmige y de Emily, y deseaba que un león o una serpiente o cualquier otro
monstruo apareciera decidido a atacamos para destruirlo y cubrirme de gloria. Pero a
ningún ser de aquella especie se le ocurrió pasear aquella noc he por la playa de
Yarmouth, y lo suplí lo mejor que pude soñando con dragones hasta por la mañana.
Con la mañana llegó también Peggotty, que me llamó, como de costumbre, por la
ventana, corno si Barkis no hubiera sido más que otro sueño. Después del almuerzo me
llevó a ver su casa, que era muy bonita. De todos los mue bles, el que más me gustó fue
un antiguo buró de madera oscura que estaba en la salita (la cocina hacía de come dor),
con una ingeniosa tapa que se abría, convirtiéndolo en un pupitre, donde estaba una
edición en cuarto de Los Mártires, de Fox, este precioso libro del que no recuerdo una
palabra; lo descubrí al momento, a inmediatamente me dediqué a leerlo. Y nunca he
visitado después aquella casa sin arrodillarme en una silla, abrir la tapa del buró, apoyar
mis brazos en el pupitre y ponerme de nuevo a devorarlo. Temo que lo que más me
sugestionaba eran los grabados; tenía muchos y representaban toda clase de horribles tormentos. Pero Los Mártires y la casa de Peggotty han sido siempre inseparables en mi
pensamiento, y aún lo son ahora.
Me despedí de míster Peggotty, de Ham, de mistress Gudmige y de Emily aquel día, y
pasé la noche en casa de Peggotty, en una habitación abuhardillada, con el libro de los
cocodrilos puesto en un estante a la cabecera de la cama. Aquel cuarto era mío para
siempre, según dijo Peggotty, y toda la vida me esperaría igual.
-Joven o vieja, mi querido Davy, mientras viva y me cubra este techo, la encontrarás
igual que si esperásemos tu llegada de un momento a otro. La arreglaré todos los días,
como hacía siempre con tu cuarto de Bloonderstone, y aunque te marchases a China,
puedes estar seguro de que lo esperará igual mientras estés allí.
Yo sentía la sinceridad y constancia de mi antigua niñera con todo mi corazón y le daba
las gracias como podía, aunque no muy bien, pues me hablaba con los brazos alrededor
de mi cuello. Aquella mañana tenía que volver a casa con ella y Barkis en el carro. Me
dejaron en la verja con tristeza, y se me hacía tan extraño ver que el carro se llevaba a
Peggotty lejos, dejándome bajo los viejos olmos mirando hacia la casa, en la que no
quedaba nadie que me quisiera.
Entonces caí en un estado de abandono en el que no puedo pensar sin pena, en un
estado de aislamiento, lejos del menor se ntimiento de amistad, apartado de los otros
chiquillos, apartado de toda compañía que no fueran mis tristes pensamientos (los que
todavía me parece que lanzan una sombra sobre este papel mientras escribo).
Qué hubiera dado yo porque me enviaran a cualquier escuela, por duros que hubieran
sido en ella, con tal de aprender algo de cualquier modo, en cualquier parte; pero ni esta
esperanza tenía; no me querían, y cruelmente, voluntaria mente, con perseverancia, me
olvidaban. Creo que la fortuna de míster Murdstone estaba comprometida en aquellos
momentos; pero eso era lo de menos. No podía aguantarme, y me alejaba
deliberadamente, yo creo que para alejar al mismo tiempo la idea de que tenía deberes
que cumplir conmigo. Y así sucedió.
No era precisamente que me maltrataran; no me pegaban ni me negaban la comida;
pero no cesaban un momento en su mal proceder sistemático, sin el menor descanso: era
un abandono frío y sin cólera. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, seguía
abandonado. A veces pensaba, cuando reflexionaba sobre ello, qué habrían hecho si