después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su
frase despectiva, ante el placer de verla reír así.
Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y
reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un
guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño
semejante):
-¿Qué nombre había escrito yo en el carro?
---Clara Peggotty --contesté.
-¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?
--Otra vez Clara Peggotty -sugerí.
-Clara Peggotty Barkis -contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro.
En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia.
Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el
único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de
aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no
había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el
asunto.
Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre
para todos. Aunque Peggotty hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar
más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y
conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la
contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a
pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y
comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen
pedazo sin ninguna emoción.
Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo
corriente. En cuanto anocheció volvimos a subir en el carro y nos encaminamos hacia
casa, mirando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferenciante» y abría ante
los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me
habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda
admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era
un joven « Ro eshus», con lo que quería expresar que era un prodigio.
Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las
facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos
continuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pensaba que sería estar
casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños
siempre, andando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar
nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los
pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra
inocencia, tan vago como las estrellas leja nas, y estaba en mi espíritu durante todo el
camino. Me alegra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos
corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las
gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar.
Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos
dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a
Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no
hubiera sido el mismo que cubría a la pequeña Emily.
Míster Peggotty y Ham, comprendiendo mis sentimientos, nos esperaban a cenar con
sus hospitalarios rostros alegres, para espantar mi tristeza. La pequeña Emily vino a sen-