Charles Dickens | Page 92

después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así. Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante): -¿Qué nombre había escrito yo en el carro? ---Clara Peggotty --contesté. -¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí? --Otra vez Clara Peggotty -sugerí. -Clara Peggotty Barkis -contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro. En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto. Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción. Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo corriente. En cuanto anocheció volvimos a subir en el carro y nos encaminamos hacia casa, mirando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferenciante» y abría ante los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era un joven « Ro eshus», con lo que quería expresar que era un prodigio. Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos continuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pensaba que sería estar casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños siempre, andando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra inocencia, tan vago como las estrellas leja nas, y estaba en mi espíritu durante todo el camino. Me alegra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar. Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no hubiera sido el mismo que cubría a la pequeña Emily. Míster Peggotty y Ham, comprendiendo mis sentimientos, nos esperaban a cenar con sus hospitalarios rostros alegres, para espantar mi tristeza. La pequeña Emily vino a sen-