estado lamentable, pega joso y medio derretido, y cuando ya lo había utilizado lo volvía a
guardar. Parecía divertirse muchísimo, y no sentía ninguna necesidad de hablar. Ni aun
cuando sacaba a Peggotty de paseo por la llanura debía sentir esa ne cesidad. Se
contentaba con preguntarle de vez en cuando si estaba completamente a gusto, y recuerdo
que algunas veces, después de que él se fuera, Peggotty se echaba el delantal por la cabeza y se reía durante media hora. A todos nos divertía más o menos, excepto a la
desgraciada tristeza de mistress Gud mige, cuyo noviazgo había sido de una naturaleza tan
seme jante, que le recordaba constantemente al «viejo».
Por último, cuando ya mi visita tocaba a su fin, se habló de que Peggotty y Barkis iban
a pasar un día de vacaciones juntos y que Emily y yo les acompañaríamos.
La víspera por la noche apenas pude dormir con la alegría de que iba a pasar un día
entero con la niña. Por la mañana nos preparamos con mucha anticipación, y mientras
estábamos desayunando, Barkis apareció en lontananza, guiando su carro hacia el objeto
de su amor.
Peggotty vestía, como siempre, un luto sencillo y limpio; pero Barkis estaba
deslumbrante con su chaqueta azul nueva, a la que el sastre había dado proporciones tan
cumplidas, que los puños le hubieran servido de guantes en el tiempo más frío; el cuello
era tan alto, que le empujaba los pelos del cogote hacia arriba. También los botones
relucientes eran del tamaño mayor, y completaban su indumentaria unos pantalones
grises y un chaleco de ante, con todo lo cual míster Barkis me parecía un fenómeno de
respetabilidad.
Cuando estábamos fuera alborotando, vi que mister Peggotty había preparado un zapato
viejo, que nos tenían que arrojar al marchamos, como mascota, y se lo ofreció a mistress
Gudmige con este propósito.
-Más vale que lo arroje cualquier otro, Dan -dijo mistress Gudmige-; yo soy una
criatura abandonada y sin re cursos, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no
están abandonadas me contraría.
-¡Vamos, vieja comadre, cójalo y tírelo!
-No, Dan -contestó ella gimiendo--; si sintiera menos las cosas, podría hacerlo; usted no
siente como yo, Dan; las cosas no le contrarían, ni usted a ellas; es mejor que lo arroje
usted.
Pero aquí Peggotty, que había estado yendo de uno a otro apresuradamente, besando a
todo el mundo, gritó desde el carro, en el que ya nos habíamos instalado entre tanto
(Emily y yo sentados en dos sillitas uno al lado del otro), diciendo que era mistress
Gudmige la que debía hacerlo. Por último, se dejó conquistar; pero me entristece tener
que relatar que aguó un poco la alegría de nuestra partida, pues inmediatamente se
deshizo en lágrimas, y cayendo en los brazos de Ham, declaró que reconocía que sólo era
un estorbo y que mejor harían mandándola al asilo, lo que a mí me pareció una idea muy
razonable y que Ham debía haberle hecho aquel favor al momento.
Pero ya estábamos en camino para nuestra excursión. Lo primero que hicimos fue
pararnos delante de una iglesia, donde Barkis sujetó el caballo a la verja y entró con Peggotty, dejándonos a Emily y a mí solos en el carro. Yo aproveché la ocasión para pasar el
brazo alrededor del talle de Emily y proponerle que, puesto que me iba a marchar tan
pronto, debíamos estar muy cariñosos y ser felices durante todo el día. Emily consintió, y
hasta me permitió que la besara. Esto me dio valor para decirle (lo recuerdo) que nunca
amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.
¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de
ser mucho mayor que yo me repetía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero